Dos siluetas masculinas recostadas forcejean en una acera

Ha luchado del lado de guerrilleros en las montañas de al menos dos continentes. Es también un cocinero excelente. Se pasará gustosamente un día entero preparando una cena para sus amigos. Se llama Eqbal Ahmad. Y una vez, mientras estábamos picando verduras para hacer un curry, me contó una historia.

Autores

Article de

John Berger

Sucedió en 1947. Eqbal tenía 13 años. La voz había empezado a cambiarle. A veces, hablaba tan grave como un hombre y, otras, con el falsete de un muchacho. No lo podía controlar. Pero ya tenía la firmeza de un hombre, ya se encontraba en la situación de riesgo de un hombre. Supongo que el conocimiento de ese riesgo se veía en sus ojos, pero entonces no lo conocía.

Con la independencia, India se había dividido en dos. Doce millones de personas estaban en camino, en las dos direcciones, buscando un lugar seguro. La familia de Eqbal había estado viviendo en la India, como musulmanes, durante generaciones, pero en aquel momento su hermano mayor había decidido llevar a la familia al recién creado Pakistán.

La madre del muchacho se negó a partir. Solo las madres viudas pueden ser tan inamovibles como ella. El resto de la familia tomó el tren a Lahore. En Delhi, se enteraron de que el tren no podía seguir avanzando: los combates de la guerra civil eran demasiado peligrosos. Se instaló a todo el mundo en un campo de refugiados. El hermano de Eqbal, un funcionario de alto rango, telegrafió para que llegara un avión a rescatarlos. Un hombre que gimoteaba en el campo, rogando que le dieran opio, llamó la atención de Eqbal. La miseria asedia a la miseria pensó. Algunos jóvenes se dedicaban a dar empujones al hombre.

―¡Eh, charsi!**― se mofaban. ―¡Eh, charsi! ¡Comedor de opio que vive en una nube de humo!

Finalmente llegó el avión de Pakistán. Era un Fokker que había pertenecido a la RAF. En el aeropuerto, los dos hermanos fueron los últimos en embarcar. Todos los asientos estaban ya ocupados.

―Señor, puede volar conmigo en la cabina―, gritó el piloto a su hermano.

―No, somos dos. Está también Eqbal.

―Entonces ¿quiere que le diga a alguien que se baje, señor?

―No, que suba Eqbal.

Fue entonces cuando el muchacho de 13 años se rebeló. Se alejó del avión, corriendo por la pista.

―¡Idos! ―gritó. ―¡Idos! Yo iré andando.

Su hermano, quizá porque quería acompañar a su esposa e hijos pequeños, quizá porque sabía cuán obstinado y alocado podía llegar a ser Eqbal, se subió al avión y, desde la puerta todavía abierta, le dijo:

―¡Vale, pero coge esto!

Y le entregó un fusil de caza de cañón sencillo del calibre 22, un cinturón de munición y un billete de 100 rupias.

―Quédate aquí y espera el siguiente avión― añadió.

Al final, el Fokker despegó.

Eqbal se dirigió a un restaurante y pidió, con su voz grave, una comida suculenta. Le costó diez rupias. Después se acercó al barrio musulmán de Delhi. Sabía en qué dirección caminar gracias a los minaretes. Utilizó las calles anchas. En la ciudad estaban matando a los musulmanes, pero se sentía seguro con el fusil colgado del hombro.

Al día siguiente se unió a una columna inmensa de refugiados que se disponían a recorrer a pie los varios cientos de kilómetros que los separaban de Lahore. Esa misma tarde, al atardecer, un comerciante corpulento de mediana edad que iba detrás de Eqbal lo señaló con el dedo y le dijo a su compañero que a un joven de su edad no se le debía permitir ir armado.

―Déjale al menos que lleve armas―, dijo el compañero. ―De esa manera tenemos menos que llevar.

La columna seguía serpenteando lentamente, atravesando la llanura. Marcaban el paso los más viejos y enfermos, ya que, en caso de que quedaran atrás, no les quedaría la esperanza de sobrevivir.

Al tercer día, la columna sufrió un ataque. Eqbal fue uno de los primeros que vio acercarse a los hombres armados por los campos de riego. Se tiró al suelo, se tomó unos momentos, recordó tranquilamente la caza de ciervos en la finca familiar y abatió a cuatro atacantes. Después de esto, se ganó el derecho no solo de llevar el fusil, sino de dispararlo. Se convirtió en uno de los centinelas y tiradores de la columna.

Mientras iba arriba y abajo, avistó al comedor de opio, quien, sin suministro, había empezaba a andar con la espalda más recta. Vio también a varias mujeres jóvenes y se imaginó sus pechos rozándole la mejilla. Había una, en particular, que no podía quitarse de la cabeza. Llevaba una túnica decorada con flores blancas, pequeñas como estrellas. Cuando la columna se detenía, Eqbal rondaba cerca, pero era demasiado tímido para dirigirse a ella.

Un día, mientras la gente comía, vio a esta mujer adentrarse en un huerto de mangos junto a la carretera. Un hombre la siguió. Eqbal siguió al hombre, con cuidado de mantenerse oculto. Entonces vio al hombre levantar la ropa de la mujer por encima de la cabeza y a ella luchando para apartarlo. Al presenciar esto, Eqbal, de forma instantánea y sin reflexionar, levantó el fusil y disparó.

―¡Asesino!― chilló la mujer. ―¡Asesino!

El disparo y los gritos de la mujer hicieron que llegaran hombres corriendo de todas partes. Eqbal huyó por el campo hasta que se topó con un muro de piedra. Se dio la vuelta para enfrentarse a la muchedumbre.

―Si os acercáis un paso más, dispararé.

Cuando dijo esto, fue con su voz de falsete y las piernas le temblaban como las de un perro segundos antes de un terremoto.

De repente, el comedor de opio se interpuso entre el muchacho y sus furiosos acusadores. Ya no llevaba bastón y andaba recto.

―¡Alto! ―gritó. ―¡Paren!

Las voces de la muchedumbre se apaciguaron y el hombre habló tranquila y solemnemente.

―No podéis empezar a mataros así. ¿Por qué hacemos este viaje? ¿Por qué huimos? Porque ya no hay justicia y porque los más fuertes atacan a los más débiles. El muchacho se merece un juicio. Si lo encontráis culpable, entonces lo castigáis.

Se dirigió a Eqbal.

―Dame el fusil. No podemos pararnos aquí. Desfilarás como preso entre dos hombres.

Esa noche se celebró un juicio a la luz del fuego y se le pidió al comedor de opio que ejerciera de juez.

―¿Qué tienes que decir?―, preguntó al acusado.

Antes de que Eqbal tuviera tiempo de contestar, el padre de la joven dio un paso hacia la luz del fuego y dijo:

―Mi hija está de acuerdo con que el hombre al que mató el muchacho estaba a punto de violarla.

―Así sea― dijo Eqbal con su voz grave.

Unos días más tarde, el muchacho preguntó al charsi su verdadero nombre.

―Moosa― contestó.

Y se hicieron amigos. A medida que pasaban los días, el comedor de opio se convirtió en el líder reconocido de la columna. Era él quien fijaba la ruta, decidía las guardias, zanjaba las disputas, buscaba ayuda para los enfermos. Cuando partió de Delhi, la caravana estaba formada por 30 000 personas. Ahora, eran la mitad. Estalló un brote de cólera. Moosa organizó el entierro de los muertos y todas las medidas de cuarentena que fueron posibles.

Por dondequiera que pasara Moosa, dejaba un rastro de tranquilidad. Era una cuestión de dignidad. Pero por la noche, confesaba sus dudas a Eqbal:

―Cuando los que sobrevivamos lleguemos al fin, no será como soñamos. Los políticos corruptos ya se han acomodado. Nos están esperando; pero no como hermanos, sino como nuestros amos. Nos utilizarán.

En la frontera entre los dos Estados recién divididos, las mujeres se envolvían en sus chadores. Ya no era peligroso que se las viera con velo. Eqbal se quedó contemplando a la mujer con la túnica de flores blancas por última vez. Nunca le había dirigido ni una palabra. Ahora solo había 8 000 personas en la columna.

―Esta noche―, dijo Moosa a Eqbal, ―tomarás un taxi y te irás a casa. El viaje ha terminado para ti.

Al llegar a casa, le esperaba una carta de su madre.

“Hijo mío, en esta vida a veces nos obligan a comer mierda. Si esto sucede, come como te hemos educado y, después, lávate las manos.”

Transcurrieron siete meses. Una noche, al salir de un restaurante en Lahore, Eqbal se tropezó con alguien agachado en la acera. Se paró en seco y reconoció a Moosa. Se agachó para hablarle. El charsi no mostró signos de reconocerlo. Eqbal empezó a sacudirlo. Lo llamó por su nombre:

―¡Moosa! ¡Moosa!

Lo sacudió más y más fuerte hasta que perdió el equilibrio. Rodaron por la acera, intentando agarrarse mutuamente. ―¡Moosa!

Abrumado por la ira y la pena, Eqbal finalmente se puso en pie, se fue a casa y sollozó. Durante tres días se negó a ver a nadie. Después, tomó la decisión de hacerse revolucionario: una decisión a la que nunca ha renunciado.

** Nota de la traducción: charsi, en hindi, es un término coloquial despectivo para referirse a alguien que consume estupefacientes.

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