El progreso y sus insatisfacciones Conferencia impartida dentro del ciclo Ralph Miliband – Escuela de Economía de Londres (LSE)

Solo veo el progreso —tecnológico, político, social, moral— como meta de la acción humana y, dado que el progreso no tiene ni voluntad ni dirección propias y depende completamente de lo que hacen o dejan de hacer las personas, no tiene satisfacciones ni insatisfacciones. Como jueces de la dirección que están tomando los asuntos humanos y el mundo, yo, y casi todas las personas que conozco, estamos muy insatisfechas con los efectos acumulativos de los cambios que se han producido en las últimas décadas.

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12 de noviembre de 2015  El audio de la conferencia se puede escuchar aquí.

 

Buenas tardes a todos y todas. Es para mí un gran honor y placer estar con ustedes en este prestigioso ciclo de conferencias. Doy las gracias especialmente a su responsable, el profesor Robin Archer, a su colaboradora Maya Goodfellow, que se ha ocupado de la logística, y al donante anónimo cuya generosidad me ha traído a mí y a otros conferenciantes del ciclo a Londres. Estoy emocionada también porque me han invitado a hablar en una ocasión especial en una facultad tan mundialmente conocida como la Escuela de Economía de Londres.

Cuando vi el título del ciclo de conferencias, me desconcertó un poco: ‘El progreso y sus insatisfacciones’ merece una verdadera deconstrucción por parte de un especialista para la que no tenemos tiempo. Resistiré también la tentación de recrearme sobre Freud y la civilización —él también pensó que el progreso estaba plagado de insatisfacciones— para que podamos concentrarnos en lo importante.

Mi propia posición es que solo veo el progreso —tecnológico, político, social, moral— como meta de la acción humana y, dado que el progreso no tiene ni voluntad ni dirección propias y depende completamente de lo que hacen o dejan de hacer las personas, no tiene satisfacciones ni insatisfacciones. Como jueces de la dirección que están tomando los asuntos humanos y el mundo, yo, y casi todas las personas que conozco, estamos muy insatisfechas con los efectos acumulativos de los cambios que se han producido en las últimas décadas.

El progreso es un concepto bastante reciente y no es universal. No puedo decir hasta qué punto la idea es todavía característica de Occidente y forma parte de la herencia intelectual de solo una pequeña parte de la humanidad. Desde luego, antes de la Ilustración, solo se utilizaba la palabra para describir el movimiento hacia adelante en el espacio o el tiempo; las nociones de progreso moral, técnico o político se limitaban a espíritus libres como Descartes o Locke. Sin embargo, el precepto de Descartes de que deberíamos utilizar nuestros conocimientos científicos y técnicos para llegar a ser “maîtres et possesseurs de la nature”, es decir, amos y poseedores de la naturaleza, suena peligrosamente falso en estos tiempos de devastador cambio climático, teniendo en cuenta lo mal que se nos ha dado dominar la naturaleza, y aún menos comprender sus leyes y cooperar con ellas.

La actual noción de progreso solo llegó a ser dominante en los siglos XVIII y XIX, en un momento en el que el revolucionario francés Saint-Just podía decir que “la felicidad es una nueva idea en Europa” y Thomas Jefferson podía escribir en la Declaración de Independencia que, entre los derechos de los seres humanos, se encuentran “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. En este contexto, el concepto significa avanzar hacia un objetivo identificable o hacia la satisfacción de una aspiración; nos explica que, partiendo de un estado de infelicidad o al menos de estancamiento y monotonía, un individuo puede delimitar y perseguir activamente algo mejor. Cuando es una búsqueda colectiva, como por ejemplo el New Deal de los años treinta o la guerra contra el fascismo, puede tener como resultado más felicidad para más personas, quizá para todo un pueblo, y si se quiere soñar, para el mundo entero. Es lo que se soñaba hace unos setenta años cuando se fundaron las Naciones Unidas.

De modo que es una gran idea, aunque es posible argumentar que en muchas partes del mundo nunca se hizo este viaje de la Ilustración característico de los últimos siglos en Occidente; incluso el propio Occidente no puede alardear de su conducta durante este periodo, dadas las realidades de la esclavitud, el colonialismo, las dos guerras más sangrientas de la historia humana, el genocidio y la larga lista que sigue. Occidente no es ningún modelo y los occidentales son poco indicados para dar lecciones al resto del mundo sobre el progreso.

De forma que quizá la idea se limita todavía a una minoría en nuestro planeta. Si, por ejemplo, crees sinceramente en el origen y ordenamiento divino del mundo y de tu propia existencia, entonces cambiar sus fundamentos podría rayar en lo sacrílego.

Puede que recuerden la gran escena de la película Lawrence de Arabia en la que un aventurero Peter O’Toole protagoniza a T.E. Lawrence. En una de las escenas, se mete en una tormenta del desierto para buscar a un hombre que no ha regresado al campamento. Todos los guerreros árabes le dicen que no interfiera, que el hombre desaparecerá y morirá. Su destino está sellado, es la voluntad de Allah, está escrito. Cuando, al fin, O’Toole-Lawrence vuelve al campamento con el hombre, vivo y a lomos del caballo, anuncia al grupo incrédulo de árabes que “nada está escrito”. Además de ser buen cine, esta frase también nos dice que Lawrence es 100% occidental. No cree que el mundo humano esté organizado según un plan divino.

No sé mucho de filosofía oriental, pero imagino que el concepto de progreso es absolutamente ajeno a todas las civilizaciones en las que un elemento básico es la noción cíclica del tiempo, el ‘eterno retorno’. Lo mismo podría afirmarse de todas las sociedades agrarias en las que la vuelta sin fin de las estaciones es el único constante. Si incluimos al mundo islámico, ¡suma mucha gente!

Evidentemente, nada de esto implica que los no occidentales sean incapaces de imaginar el progreso de la misma manera que los occidentales y que no haya muchos fatalistas occidentales, incluyendo a las personas que te dirán que todos los políticos y Gobiernos son iguales y que nunca cambiará nada, así que ¿por qué votar o militar?

Así que permítanme afirmar aquí mi propia creencia de que el progreso —tecnológico, social, político y quizá hasta moral— puede existir y de hecho existe; tiene sus tropiezos y también sus avances. Cualquiera que se considere un ‘intelectual activista’ o un ‘intelectual público’ tiene que creérselo, y veo como un deber de todos los que se llamen progresistas vivir tal compromiso: se puede perseguir el progreso pese a todas las dificultades. Y he aquí la prueba de mi argumento en forma de una historia apócrifa.

Estamos en los años sesenta. Fidel Castro y el Che Guevara conversan. El Che le pregunta a Fidel: “¿Crees que los estadounidenses levantarán alguna vez el bloqueo a Cuba?”. Fidel responde: “Eso ocurrirá cuando los Estados Unidos tengan un presidente afroamericano”. “Sí”, dice el Che, “y la Iglesia tenga un papa argentino”.

Es verdad que algunas veces el progreso parece tardar en llegar; se puede infligir mucho daño entretanto, llegan malas noticias todos los días y es humano descorazonarse a veces. Pero las cosas pueden cambiar a mejor. No es el fin de la historia. No podemos pretender creer —ni tenemos derecho a ello— que conocemos el futuro. Las personas que se instalan en la desesperación y pretenden conocer el futuro solo tienen segura una cosa: contribuyen al fracaso. Antonio Gramsci lo describió de esta manera: el pesimismo de la mente, pero también el optimismo de la voluntad; y ese optimismo de la voluntad puede llamarse también esperanza.

Espero que, llegada a este punto, haya conseguido despejar el camino para exponer esta tarde los puntos que considero de interés, es decir el progreso político, social y económico o la regresión. El psicólogo Steven Pinker ha dicho que nuestras sociedades se están volviendo cada vez menos violentas y cualquier número de la revista New Scientist nos asegura que el progreso de la ciencia y la tecnología es constante, pero dejaré los aspectos morales y científicos a personas más competentes que yo. Hoy me gustaría hablar sobre la victoria del neoliberalismo y cómo sucedió.

Esta victoria representa, con mucho, la peor y más duradera regresión de la que he sido testigo en mi vida. Muchas personas fechan esta victoria en el momento preciso de 1979 y 1980 con las victorias electorales de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, y a cualquier persona que tenga menos de 40 años se le puede disculpar por pensar que la política siempre ha sido de esta manera. Aquellas elecciones fueron ciertamente decisivas, pero las raíces de este cambio contrarrevolucionario son mucho más profundas. La gran embestida del neoliberalismo se puede fechar en la fundación de la sociedad Mont Pèlerin, cuya primera reunión se celebró en 1947 en el pueblo suizo del mismo nombre bajo el liderazgo de Friedrich von Hayek y su jovencísimo discípulo, Milton Friedman. Desde entonces, Mont Pèlerin ha recibido cientos de miles de dólares en concepto de apoyo de donantes de ideología conservadora y tiene alrededor de 500 miembros procedentes de docenas de países. Todos sus presidentes han sido neoliberales, algunas veces famosos y premiados como Gary Becker. Margaret Thatcher fue más seguidora de Hayek que de sí misma, y miembro de Mont Pèlerin hasta su muerte. Fue una revolución de ideas contra la que los progresistas no podían o no querían defenderse y la revolución neoliberal traída por el poder de las ideas es la prueba final de que las ideas tienen consecuencias.

En 2008 publiqué un libro que se titula El pensamiento secuestrado, en el que se explica cómo los estadounidenses neoliberales —con la ayuda del movimiento del cristianismo evangélico— provocaron una profunda transformación intelectual en los Estados Unidos, desde donde se extendió al resto de mundo. Estos guerreros intelectuales están todavía inmersos en el proceso de destruir prácticamente todos los avances sociales conseguidos en los Estados Unidos y Europa desde al menos el principio del siglo XX, pero especialmente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Sus políticas han provocado lo contrario del progreso; es decir, la regresión a una sociedad más mezquina, cruel, desigual e injusta. La ideología del neoliberalismo ha infectado a todos los partidos políticos de tradición laborista o socialista en Europa, partidos que en su día eran de izquierda. Hay algunos indicios esperanzadores de que quizá estemos saliendo del túnel que ya dura décadas, pero se deben seguir de cerca y mimar si han de conducir al verdadero progreso o al menos a paralizar la regresión. Ahora mismo, España y Portugal merecen nuestra atención y aquí, en Gran Bretaña, la victoria de Jeremy Corbyn indica que el bloque de hielo empieza a resquebrajarse.

El subtítulo de este libro es Cómo la derecha laica y la religiosa se han apoderado de Estados Unidos, y en él intento demostrar cómo aquellas personas a las que llamo los “gramscianos de derechas” establecieron su propia hegemonía cultural. Déjenme recalcar la palabra cultural: Gramsci entendió que ningún régimen podría gobernar solo por la fuerza y la coacción. Las personas también necesitan y desean un sistema de creencias y, como decía Gramsci, una característica importante de “cualquier grupo que se esté desarrollando hacia la dominación es su lucha por asimilar y conquistar ideológicamente a los intelectuales tradicionales”. El grupo nuevo que ambiciona el poder debe también desarrollar y promover a sus propios “intelectuales orgánicos”, como él los llamaba. Para conseguirlo, las personas que buscan la dominación deben embarcarse también en “la larga marcha a través de las instituciones”.

Este es justo el programa que los neoliberales comprendieron y llevaron a cabo. Llegado a este punto, o han comprado o han marginado a la mayoría de los “intelectuales tradicionales” y han creado su propia estructura de “intelectuales orgánicos” extremadamente bien pagados que trabajan en institutos como la Fundación Heritage, el American Enterprise, el Cato y el Manhattan como columnistas y colaboradores de los medios de comunicación dominantes y en muchas universidades.

Tenían también sus propios gurús; el más famoso era Friedrich von Hayek, que dio clases en la Universidad de Chicago, pero también más tarde a antiguos radicales como Irving Kristol, que justificó su propia conversión al neoliberalismo al decir que era un izquierdista que había sido “atacado por la realidad”. Kristol, que murió en 2009, fue una especie de padrino, con una estrategia clara: que la derecha tuviera sus propias instituciones para contrarrestar lo que él consideraba las instituciones liberales y perniciosas de la izquierda, es decir, las universidades, los medios de comunicación, los centros de investigación política [think tanks], las ONG, las fundaciones y hasta los tribunales. No fue difícil vender esta estrategia a muchas corporaciones y grandes fundaciones privadas estadounidenses que se sustentan con enormes fortunas industriales y que financiaron generosamente toda la iniciativa. Costó más de mil millones de dólares, pero valió la pena porque obtuvieron toda una nueva mentalidad, unos Estados Unidos nuevos y un nuevo mundo.

Y aquí quiero hacer un paréntesis: la caída de la Unión soviética y el fin de la Guerra Fría también contribuyeron enormemente a la extensión del neoliberalismo hacia el este, pero no podemos tratar todos los aspectos geopolíticos en esta conferencia. Las ideas que estos intelectuales promocionaron son hoy tan habituales que los jóvenes presentes hoy pueden sorprenderse de que no haya sido siempre así. He aquí un resumen rápido y rudimentario de la doctrina:

--Los mercados son sabios y eficientes; saben lo que quiere la gente mucho mejor que los Gobiernos; de esta manera, la solución del mercado es siempre preferible a la regulación e intervención del Estado, equivocadas e ineficientes.

--Los mercados se corrigen a sí mismos porque solo ellos pueden procesar toda la información que existe en la economía y actuar sobre ella.

--Una sociedad libre depende de un mercado libre, por lo que se deduce que el capitalismo y la democracia se refuerzan mutuamente.

--La desregulación es imprescindible; la tarea del Gobierno es proporcionar el derecho negativo, es decir, limitarse a dictar lo que está prohibido. Los Gobiernos no deben interferir en las decisiones de las personas diciéndoles cuáles deben ser sus elecciones o acciones, salvo que estén prohibidas.

--La iniciativa privada supera al sector público en eficiencia, calidad, disponibilidad y precio, y debe preferirse sistemáticamente.

--El libre comercio puede tener inconvenientes temporales, pero a la larga sirve a toda la población de cualquier país mejor que el proteccionismo.

--El libre comercio es un concepto que entraña no solo desembarazarse de la protección arancelaria en las fronteras, sino también el desmantelamiento de las “barreras detrás de las fronteras”, lo que puede abarcar la regulación o que ciertos mercados estén fuera del alcance de la iniciativa privada, como el transporte o el agua.

--Hasta la puesta en funcionamiento de la Organización Mundial del Comercio, la OMC, el 1 de enero de 1995, los acuerdos de libre comercio solo afectaban a las mercancías. Ahora cubre, debidamente, los servicios, la propiedad intelectual, las regulaciones sobre la seguridad, la salud y el medio ambiente, la inversión extranjera directa y muchos otros sectores. Tales acuerdos deberían cubrir todas las actividades económicas que no estén cubiertas ahora.

--Es normal y deseable que actividades como la salud, la educación y la protección ambiental sean lucrativas; los Estados solo deberían ocuparse de servicios como la policía, los bomberos, los registros de nacimientos y muertes, y muy poco más.

--Impuestos más bajos, sobre todo para los ricos, garantizarán una mayor inversión y, por tanto, empleo y prosperidad.

--La desigualdad es inherente a todas las sociedades y, sobre todo en los Estados Unidos, se considera de origen genético, si no racial.

--La pobreza de la gente es su propia responsabilidad, porque el trabajo duro se premia siempre.

Algunos elementos de la doctrina se reservan en gran medida para el consumo de los Estados Unidos, pero Tony Blair y Peter Mandelson también echan mano de ellos. Por ejemplo, los neoliberales (y sus allegados llamados neoconservadores) creen que los Estados Unidos —en virtud de su historia, ideales y sistema democrático superior— deberían utilizar su fuerza económica, política y militar para intervenir en los asuntos de otras naciones con el fin de promocionar los mercados libres y la democracia. Las gentes de otros países acogerán necesariamente con agrado tales intervenciones porque pueden librar al mundo de viles dictaduras y otros elementos indeseables, y redundarán a la larga en el bien de todos. Este fue el caso de Blair y su famosa creencia en las inexistentes armas de destrucción masiva. En cuanto a Peter Mandelson, otro destacado político laborista —al menos de nombre—, anunció en 2002 a un grupo que incluía a Bill Clinton y diversos supuestos socialistas que “ahora todos somos thatcheristas”. Y así es, en efecto.

Esta es la doctrina que produce los principios que nos trajeron la crisis de 2007-2008 y en la que seguimos enfangados, con un gran incremento de la desigualdad, el desempleo masivo, las deudas impagables y un largo etcétera.

No fueron solo los intelectuales y financiadores los que cedieron el mando del mundo al neoliberalismo, sino también una gran variedad de hábiles comunicadores, profesionales de las relaciones públicas y aficionados de la retórica. Estos forman ahora parte del paisaje político y económico, y su papel en la promoción de la ideología neoliberal sigue siendo primordial. Las fundaciones financian una estructura de expertos en instituciones académicas y no académicas, y think tanks. Estos expertos se lo dan todo masticado a los periodistas en comunicados de prensa y sesiones informativas bien preparadas, cuentan con estudios de radio y televisión en sus propias oficinas y abastecen de colaboradores elocuentes a la CNN o a otros canales de televisión. En la prensa escrita cubren y financian de todo, desde boletines académicos a periódicos universitarios.

La Fundación Olin es un buen ejemplo del papel de los financiadores. Creada gracias a una fortuna industrial procedente de empresas químicas y fábricas de municiones, es un ejemplo excelente de la inversión en ideas que tienen consecuencias. Inició su andadura en 1953 y cerró en 2005 para cumplir la voluntad del fundador de que sus cientos de millones de dólares se gastaran en la generación siguiente a su muerte, para respetar su objetivo de apoyar el pensamiento del libre mercado. La Fundación Olin concentraba sus esfuerzos en la financiación de think tanks conservadores, medios de comunicación y departamentos de “derecho y ciencias económicas” de influyentes universidades. Los profesores que dirigen estos departamentos enseñan la economía de libre mercado y promulgan la “eficiencia económica y la maximización de la riqueza como piedras angulares conceptuales para las opiniones judiciales”.

Probablemente se conoce mejor a la Fundación Olin por su gran apoyo a la Sociedad Federalista que, como informó la Fundación a sus administradores en 2003, “ha sido una de sus mejores inversiones”. Con al menos 60.000 miembros —que son estudiantes de derecho, abogados o personal de las facultades de derecho—, la sociedad tiene una enorme influencia sobre el derecho y la jurisprudencia estadounidenses. Al menos cuatro miembros son ahora jueces de la Corte Suprema y, cada juez federal nombrado por Bush padre e hijo ha sido o miembro o protegido de la Sociedad. Otras fundaciones adineradas pueden haber escogido a diferentes beneficiarios, pero fuesen quienes fuesen los receptores, estas fundaciones no han variado nunca su objetivo de cambiar el paisaje intelectual y han sacado sobresaliente en amasar riqueza corporativa y privada, a menudo a expensas de los derechos individuales y laborales, y la protección ambiental. Este gran aparato intelectual actúa como un “legitimador de ideas”.

En cuanto a las consecuencias, permítanme un solo ejemplo. Como seguramente saben, gracias a las recientes decisiones de la Corte Suprema —en particular una de ellas que se conoce como Citizens United—, las corporaciones y sus propietarios pueden hacer contribuciones financieras sin límite a los partidos y candidatos de su elección. Estos donativos serían equiparables a la “libertad de expresión”, protegida por la primera enmienda de la constitución estadounidense. Esta decisión lleva todos los distintivos de la Sociedad Federalista y sus donantes, y ha introducido aun mayor corrupción en un sistema electoral ya demasiado dependiente de los grandes donantes.

Más o menos en el mismo momento en que los neoliberales iniciaban en serio su larga marcha hacia las instituciones, la Cámara de Comercio estadounidense se asociaba con el distinguido abogado corporativo Lewis Powell, con el fin de reprender a las grandes corporaciones estadounidenses por no defender el sistema capitalista que les había aportado sus beneficios. Powell, que fue más tarde juez de la Corte Suprema bajo el presidente Nixon, escribió un documento muy influyente en la forma de un memorándum al jefe de la Cámara de Comercio, que explicaba cómo y por qué el sistema de libre empresa estaba amenazado. El movimiento en contra de la guerra de Vietnam y cada vez más movimientos sociales retiraban su apoyo al capitalismo en todo el país, sobre todo en los campus universitarios, y Powell dijo a las corporaciones que tenían que ser auténticos activistas.

El memorándum de Powell se lee como el folleto leninista ¿Qué hacer? de los grandes negocios. No solo deben nombrar en sus propias empresas a las personas más hábiles para gestionar la amenaza, sino que estas deben trabajar unidas como un contramovimiento. Como dice Powell, “la actividad independiente y descoordinada por parte de corporaciones individuales no será suficiente. La fuerza reside en la organización y una cuidada planificación a largo plazo durante un periodo indefinido de años, con una financiación que solo se puede conseguir mediante el esfuerzo conjunto y el poder político que solo aportan las acciones unificadas y las organizaciones nacionales”.

Hoy en día puede parecer absolutamente surrealista que Powell pronunciara las siguientes palabras en 1971: “Pocos elementos de la sociedad estadounidense tienen tan poca influencia sobre el Gobierno como los hombres de negocios”. Pero en ese momento, tenía sentido y las corporaciones tomaban nota. Aceptaron sus consejos y se pusieron manos a la obra para educar no solo al público, sino a los políticos, y para cambiar la ley para cumplir sus necesidades. En cooperación con la Cámara de Comercio estadounidense —que en términos de dinero en efectivo es todavía hoy el mayor grupo de presión de los Estados Unidos—, empezaron a trabajar juntos y tuvieron resultados rápidos, consiguiendo impedir un aumento del salario mínimo. Desde entonces, el mundo de los negocios no ha mirado para atrás.

Como explico en mi nuevo libro, Los usurpadores, esta es la razón por la que nos estamos metiendo en un territorio totalmente transformado en los últimos 30 años. En él, explico que nos enfrentamos a la auténtica amenaza de una toma del poder por parte de las grandes corporaciones que nadie elige, completamente liberadas de las inhibiciones que pudieran haber tenido a principios de los años setenta. Un Gobierno de, por y para las grandes compañías es, por su propia naturaleza, ilegítimo.

Permítanme aclarar esto. No digo que estas grandes compañías quieren sentarse en el Despacho Oval o en el nº 10 de Downing Street. No tienen ninguna intención de ocuparse de los aspectos prácticos de gobierno y mucho menos aguantar la servidumbre de las elecciones. Unas pocas áreas de legislación no tienen ningún interés para ellos, pero donde hay dinero y sus beneficios y estatus estén en tela de juicio, quieren fijar la agenda, establecer los parámetros y asegurarse de que primen sus intereses. Dichos intereses pueden incluir la legislación laboral y los impuestos, pero también la sanidad pública, los alimentos y la agricultura, la legislación sobre seguridad y muchísimo más.

Así que no veremos a las propias corporaciones en el escenario. De la misma manera que tienen a los políticos para cumplir su voluntad, tienen también a miles de miembros de grupos de presión a quienes pagan para gestionar el negocio cotidiano de persuadir a la persona adecuada para actuar sobre los argumentos pertinentes que la compañía defiende. Los grandes nombres forman parte de la Cámara de Comercio estadounidense y sus homólogos en Europa, Business Europe o la Mesa Redonda Europea de Industriales (ERT), un grupo exclusivo compuesto por cerca de 50 altos ejecutivos de las compañías más poderosas. Como dice Peter Sutherland, exjefe de la OIT, comisario europeo y ejecutivo de Goldman Sachs y BP: “[La ERT] es mucho más que un grupo de presión. Cada miembro tiene acceso a los niveles más altos de Gobierno.”

La industria de los grupos de presión es también muy sofisticada y escapa por regla general al control político, sobre todo en Europa. En los Estados Unidos, los miembros de los grupos de presión deben registrarse en el Congreso y se imponen multas por no hacerlo. En Europa, hay un registro, pero es opcional y si decides rellenar el cuestionario, puedes facilitar las cifras que te parezcan, incluyendo lo que te pagan, quién te paga y para qué haces presión. Los investigadores del Corporate Europe Observatory en Bruselas son expertos en identificar y sacar las evidentes anomalías del registro; junto con otras personas exigen desde hace años, aunque sin éxito, un registro obligatorio. Y a pesar de la promesa de Jean-Claude Juncker en su discurso de investidura de crear un registro obligatorio, se frustran constantemente los intentos. Los cambios se deniegan por razones jurídicas incomprensibles. Lo que está detrás de estas tácticas es que la Comisión no quiere un registro obligatorio que dé detalles sobre quién paga por ejercer presión sobre quién, porque la revelación de estos detalles implicaría a la propia Comisión.

El Corporate Europe Observatory, una ONG de Bruselas, consiguió que se publicaran los documentos relativos a las reuniones que la Comisión celebró con varios grupos de interés en 2012 y 2013 antes de que se iniciaran las negociaciones de la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión (TTIP), a la que volveré en un momento. El resultado fue que la Comisión celebró más de 120 reuniones, de las que más del 90 por ciento fue con corporaciones, con miembros de sus grupos de interés, sus federaciones o sus altos ejecutivos, dejando poco tiempo para reuniones con ambientalistas, sindicatos, consumidores, organizaciones de salud pública u otras personas que defienden intereses no comerciales.

Estoy bastante orgullosa de un breve catálogo incluido en el libro sobre las técnicas de los grupos de presión y siento que no tengamos tiempo para repasarlas. Pero deben saber al menos que, si no se puede derrotar una medida, al menos se puede demorar, debilitar y crear duda en torno a ella en la opinión pública. En efecto, la implantación de una legislación tabaquera más estricta se mantuvo a raya durante décadas al utilizar variantes de este tema. También es bueno defender la inviolabilidad del derecho del consumidor a elegir, porque hay personas que pueden querer comer, beber o fumar hasta morir. Siempre hay que subrayar los empleos y el crecimiento, sea cual sea el asunto, y sostener que las acciones de tu rival conducirán a precios más altos y desempleo. Te harán pocas preguntas difíciles. A pesar del escándalo de Volkswagen y los pocos avances para crear nuevas pruebas, nada será obligatorio antes de 2019.

La gente se pregunta a menudo por qué los Gobiernos siguen tan de cerca las demandas del mundo de los negocios y acceden a ellas. Es una pregunta para Pierre Bourdieu que, por desgracia, ya no está entre nosotros. ¿Es porque los líderes de ambos sectores pertenecen al mismo entorno social? ¿O porque los argumentos de la comunidad empresarial son realmente convincentes y en algunos sectores como el bancario, son tan técnicos que abruman a los pobres inexpertos políticos? ¿O creen de verdad los políticos que el PIB y la balanza comercial de sus países dependen de lo que quieren las compañías? ¿O podría ser quizá porque muchos políticos han crecido con el neoliberalismo y nadie les enseñó nunca otra economía? Sospecho que la respuesta sea un poco de todo, pero creo que hay también un elemento cuasireligioso en el que la salvación se basa en la fe, sea cual sea su eficacia. Los políticos no buscan, y por tanto no encuentran, una alternativa.

Ahora se sabe mucho más sobre el TTIP —el tratado comercial entre los Estados Unidos y la Unión Europea— que cuando escribí Los usurpadores a finales de 2013 y principios de 2014. Supongo que las personas cercanas a la Escuela de Economía de Londres conocen lo fundamental y equivocado del tratado. Solo quisiera subrayar algunos puntos. El primero es que el TTIP es un ataque frontal a la democracia. Se basa totalmente en un proyecto corporativo que se inició hace 20 años, cuando en 1995 el Diálogo Empresarial Transatlántico celebró su primera reunión. Este así llamado ‘diálogo’ estaba compuesto por aproximadamente 70 grandes compañías transnacionales con sedes a ambos lados del Atlántico y, desde el principio, fueron financiadas por el Departamento de Comercio de los Estados Unidos y la Comisión Europea, en particular la Dirección General de Comercio. Estas compañías organizaron grupos de trabajo por sectores: transporte, energía, farmacéuticas, sector químico, etcétera. Abordaron las normas y regulaciones comunes y su lema es un triunfo de la modestia y la humildad: “Si se aprueba una vez, se acepta en todas partes”, lo que significa que si nosotras, las transnacionales, hemos aprobado un procedimiento regulador o una norma común, entonces vosotros, los mortales y los Gobiernos, deberíais aceptarlo también. Esta estructura evolucionó con el paso de los años y en su última encarnación se llama Consejo Económico Transatlántico (TEC), establecido en 2007 por la canciller Merkel, el presidente Bush y el presidente de la Comisión, José Manuel Durão Barroso. Esta podría parecer otra manera de engrasar las ruedas del comercio, pero lo que explica este Consejo en su página web es que el TEC es un organismo político que supervisa y promueve la cooperación entre los Gobiernos con el fin de fomentar la integración económica entre la Unión Europea y los Estados Unidos de América [el énfasis mío].

No es un organismo elegido y pocos lo conocen, pero es ‘político’, y sus metas incluyen también el “empoderamiento del sector privado”, junto con la integración económica entre la Unión Europea y los Estados Unidos de América, algo a favor de lo que —según me consta— nunca ha votado nadie.

Estas son las personas que durante años han preparado las negociaciones del TTIP y han entregado su lista de deseos a los negociadores oficiales. Las corporaciones creyeron que se aprobaría rápidamente y sin comentarios, pero desgraciadamente para ellas, este tratado secreto ha preocupado a muchas personas en los Estados Unidos y Europa —incluyéndome a mí—, que empezamos a investigarlo. Es el tema del capítulo más largo de Los usurpadores, y creo que con razón, porque demuestra cuán profundamente las compañías quieren cambiar y controlar nuestra política. Lo llamé ataque contra la democracia por ser secreto —incluso para los parlamentarios—, por su cuasiirrevocabilidad si se firma, por su cero contribución ciudadana sobre el contenido y por la intención de convertirlo en un ‘acuerdo perpetuo’. Esto significa que las cláusulas que se consideran demasiado polémicas para incluir ahora pueden añadirse después de la firma y con idéntica fuerza jurídica, aunque, una vez más, sin la participación del público.

Los sistemas jurídicos nacionales se someten a la solución de controversias entre inversor y Estado (ISDS por su sigla en inglés), un callejón sin salida. Este permite que una corporación demande a un Estado soberano en un tribunal privado de tres abogados árbitros profesionales si la compañía cree que sus ‘expectativas legítimas’ no han sido satisfechas o sus beneficios, presentes o futuros, puedan verse perjudicados por una medida del Estado. El sistema no es recíproco porque un Estado no puede demandar a un inversor, no hay ningún procedimiento de apelación y hasta la fecha —sobre la base de 320 decisiones tomadas al amparo de otros tratados parecidos de comercio e inversión— se ha exonerado a los Estados en el 37 por ciento de los casos. En el resto de los casos, es decir el 63 por ciento, el resultado ha sido premiar a las compañías en acuerdos a menudo extremadamente costosos, cuando no extrajudiciales, entre las dos partes, cuyos términos son confidenciales. Todos los casos son costosos y los contribuyentes pagan una media de ocho millones de dólares, llegando a veces hasta los 30 millones. Si habláramos de los llamados sistemas judiciales sujetos a corrupción del Tercer Mundo, este ISDS podría estar justificado. Pero este no es el caso de Europa o los Estados Unidos.

El otro gran tema de la mentalidad corporativa es la reforma de las regulaciones, y aquí la meta es participar en el mismo proceso regulador desde el principio, apartando a los legisladores, habitualmente encargados de esta tarea. Las agencias técnicas ayudarían también en el establecimiento de las reglas, pero sabemos que los grupos que asesoran a la burocracia de la Unión Europea se componen de aproximadamente el 85 por ciento de expertos corporativos. Las agencias responsables de temas sectoriales como la alimentación, las medicinas, el medio ambiente, etcétera, también se constituyen principalmente de personas históricamente vinculadas a las corporaciones. Finalmente, las puertas giratorias entre la burocracia, la propia Comisión y la iniciativa privada giran cada vez más deprisa y los interesados pasan de un sector a otro con toda facilidad.

Para finalizar, quisiera señalar dos puntos más en torno al progreso. En primer lugar, tanto a nivel nacional como europeo, tenemos que deshacernos de los programas de austeridad, la quintaesencia de la panacea neoliberal que solo funciona para una pequeña minoría. No funcionaron durante la crisis de la deuda en el Sur en los años ochenta y noventa, y no funcionan hoy en los países europeos. Hasta el Fondo Monetario Internacional —artífice de la austeridad en décadas anteriores, entonces conocida como “programas de ajuste estructural”— sabe ahora que estos programas no funcionan y lo ha reconocido en varias publicaciones. Lo que ha ocurrido en Grecia este verano es vergonzoso y deshonra a Europa. El programa que tuvo que tragar Grecia es producto del ordoliberalismo, variante alemana del neoliberalismo basado en los mismos postulados dogmáticos y no verificables que conducen a las mismas políticas que empeoran el sufrimiento y no solucionan nada. En Alemania, como ha escrito Wolfgang Munchau en el Financial Times, hay dos tipos de economistas: los que no han leído a Keynes y los que no lo han entendido. Esperemos que el destino de Podemos en España sea más prometedor, que la nueva coalición portuguesa entre los socialistas moderados y los progresistas más radicales funcione, y que Jeremy Corbyn sea testigo del destino que él y Gran Bretaña se merecen.

En segundo lugar, recordemos que el cambio climático que amenaza la vida y las especies es el desafío más grave y el más urgente, por lo que debemos buscar soluciones con el fin de evitar la muerte de millones de personas. Estamos a las puertas de la Conferencia sobre el Clima de París, la COP21, que no garantizará que nos quedemos por debajo del peligroso umbral de los dos grados centígrados. Salvo por los patrocinadores corporativos del movimiento negacionista que son los verdaderos criminales del clima, no traté este tema en mi último libro, aunque sí lo he hecho en otros. Noventa corporaciones, incluyendo a 50 entidades propiedad de inversores y 40 estatales, son responsables del 63 por ciento de las emisiones mundiales de CO2 producidas desde mediados del siglo XVIII y principios de la Revolución Industrial. Debemos dejar el 80 por ciento de los combustibles fósiles sin extraer o nos extinguiremos; así de sencillo. Debemos desinvertir en los combustibles fósiles, promocionar el movimiento de las comunidades de transición y obligar a los Gobiernos a invertir en la economía de transición. No se trata del progreso o la regresión, sino del progreso o la nada. El tiempo apremia.

Como creo que ya estarán cansados de escucharme, quiero agradecerles su amabilidad y dejarles con el comentario de otra persona sobre el poder del neoliberalismo y las corporaciones transnacionales. Esa persona dijo:

“En el transcurso de mi vida, he inventado cinco sencillas preguntas sobre la democracia para plantear a una persona con poder: ¿Qué poder tiene? ¿De dónde procede? ¿En interés de quién lo ejerce? ¿Ante quién rinde cuentas? ¿Cómo podemos librarnos de usted? Si no pueden librarse de las personas que les gobiernan, no viven en un sistema democrático.”

La persona que dijo esto fue Tony Benn (1925-2014) en su discurso de despedida del Parlamento en 2001.

Gracias.

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Para más información sobre el Programa de Ralph Miliband, consulten la página web de la Escuela de Economía de Londres (LSE).

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