Violencia, masacres y deterioro institucional La preocupante situación de Colombia a cuatro años de la firma del Acuerdo de Paz

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La situación actual de Colombia tiene en alerta a varios sectores de la sociedad que ven con preocupación el deterioro de la institucionalidad, el incremento de la violencia y los ataques constantes a la democracia por parte del gobierno de Iván Duque y su partido, el Centro Democrático. Luego de cuatro años de la firma del acuerdo de paz entre la guerrilla de las FARC y el estado colombiano, los crimenes se han recrudecido, la oposición continúa siendo estigmatizada, los negocios ilícitos han continuado a pesar de la pandemia (cocaína, minería, contrabando) y el poder ejecutivo se muestra reacio a implementar lo pactado en 2016, en La Habana.

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Nicolás Martínez Rivera
Street Art Bogota, Colombia. Juan Cristobal Zulueta
Street Art Bogota, Colombia.

Las cifras más alarmantes, sin embargo, tienen que ver con la seguridad. Según un informe de Indepaz, a corte del 20 de octubre, en 2020 se han cometido 68 masacres, en las que han muerto 270 personas. Octubre también estuvo marcado por un aumento del 80 por ciento de muertes por razones políticas, según el Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (CERAC), que registró 18 asesinatos. Sumado a ello, se ha presentado una serie de hechos de violencia brutal en diferentes territorios, ejercida contra comunidades y personas, en su mayoría rurales, sin que se esclarezcan móviles precisos o responsabilidades directas. La mayoría de esos hechos no son atribuidos públicamente por ninguno de los actores armados no estatales así como los estatales que operan en dichos territorios (paramilitares, disidencias guerrilleras, guerrillas, delincuencia común).

Esta situación ha causado conmoción en la sociedad colombiana, sobre todo porque varias de las víctimas de las matanzas han sido jóvenes e incluso menores de edad, como ocurrió el 11 de agosto en Llano Verde, Cali, en el que cinco niños afrodescendientes fueron torturados y masacrados. A estos hechos, además, se suman actos de barbarie y violencia, incluyendo violencia sexual contra niñas y mujeres en el país, en los que se ha comprobado la participación de las fuerzas armadas estatales (policiales y militares), sin que haya ninguna respuesta clara por parte del Estado. En junio del 2020, por ejemplo, siete militares reconocieron su responsabilidad en la violación de una niña de 12 años de la comunidad Embera Chamí, en Pueblo Rico, Risaralda. A raíz de este hecho, se conoció otra denuncia de una comunidad de la etnia Nukak-Makú sobre una niña de 15 años que fue desaparecida durante varios días por un grupo de uniformados en un batallón del Ejército en el departamento del Guaviare. Los hechos ocurieron en septiembre del 2019 y, de acuerdo con un informe de la Defensoría del Pueblo, la niña fue mantenida incomunicada dentro de las instalaciones del batallon donde fue violada repetidas veces por efectivos del ejercito.

El gobierno colombiano señala que los hechos de violencia recientes tienen lugar por la disputa de los territorios estratégicos para el narcotráfico, una narrativa que ha usado la administración Duque para minimizar el impacto de la violencia en las regiones, culpar al gobierno anterior de Juan Manuel Santos y justificar la ineficiencia del Estado para hacer presencia en zonas con problemas de orden público. Además, a través del ministro de defensa Carlos Holmes Trujillo y el propio presidente Iván Duque, se niegan a reconocer las sistematicidad de las masacres señalando retórica y falazmente que se trata de “homicidios colectivos”. Aspectos retóricos y reprochables que han sido replicados por los medios de comunicación afines a la derecha y a la extrema derecha colombiana. Incluso, el Comisionado de Paz Miguel Ceballos señaló en la reconocida cadena radial La FM, que no son masacres porque son ajustes de cuentas entre narcotraficantes, como si esta fuera una razón legítima para el asesinato de personas. Este argumento desconoce que han sido ultimadas tres o más personas, desarmadas, en estado de indefensión, tal y como se define una masascre, y sin que estén participando de ningún combate, con el agravante de ser en su mayoría jóvenes o menores de edad.

La sensación general es que la violencia está regresando a sus niveles más crueles, y que la fuerza pública no sólo ha sido ineficiente para dar con los responsables, sino que varios de sus integrantes se han visto envueltos en casos de violencia y asesinatos. El hecho que causó quizás más estupor fue la tortura y muerte del abogado Javier Ordoñez por miembros de la Policía Nacional, quien fue detenido por violar la cuarentena decretada por la emergencia del Covid 19. Esta situación exacerbó los ánimos en la sociedad, que vio a través de un video que se circuló en redes, la sevicia de los uniformados ante los llamados de clamor de la víctima, y motivó multitudinarias movilizaciones en las que la fuerza pública terminó asesinando a 13 manifestantes con el uso de armas letales para disuadir la protesta.

El tema ha abierto el debate sobre la necesidad de hacer una reforma estructural tanto al ejército como a la policía, sobre todo porque la gran mayoría de estos crímenes cometidos quedan en la impunidad. Aunque el gobierno ha salido en defensa y ha asegurado que se trata de hechos aislados, un informe presentado por el mismo Ministerio de Defensa da cuenta de 288 policías y militares investigados desde 2014, por abuso sexual a menores, lo cual claramente revela graves fallas estructurales al interior de las dos instituciones.

A 4 años de firmada la paz

Los hechos descritos anteriormente se dan en un proceso de incumplimiento sistemático por parte del gobierno colombiano de los Acuerdos para el fin del conflicto armado entre las FARC-EP y el Estado. Este incumplimiento ya se había presentado en la finalización del gobierno Santos y se agudizó con la presidencia de Iván Duque desde 2018. Desde la llegada al poder, Duque y los miembros del Centro Democrático expresaron su intención de modificar el Acuerdo. Los incumplimientos sistemáticos se han dado principalmente en:


  • La entrega de baldíos, sobre la cual el gobierno adelanta dos proyectos para modificar el acuerdo y que permitirían entregar estos terrenos a empresas, y no a campesinos.

  • La negativa a implementar una Reforma Rural Integral, sumada al asesinato de ex combatientes, que según las FARC, ya suman 234 víctimas, lo que motivó una movilización por parte de los ex miembros de esta guerrilla.

  • Desde el inicio del gobierno Duque, los ataques a la Justicia Especial para la Paz (JEP) no han parado, por la función que esta tiene de esclarecer la verdad sobre los actores detrás del conflicto armado, y a la que le temen muchos de los aliados del gobierno. La senadora del Centro Democrático, Milla Romero Soto, radicó un proyecto de reforma para derogar este sistema judicial, y el ex presidente Álvaro Uribe ha planteado acabar la JEP a través de un referendo. Asimismo, varios congresistas han denunciado el recorte presupuestal para el 2021, que busca desfinanciar la JEP hasta en un 30 por ciento.

  • El asesinato de líderes y lideresas sociales tampoco cesa, así como la amenaza y asesinato de ambientalistas, o personas que se oponen a megaproyectos que afectan los ecosistemas y sus comunidades. Las cifras varían dependiendo la entidad, pero se calcula que son más de 320 asesinados desde la firma del Acuerdo de Paz en 2016. El 52% de estos han ocurrido en los dos años de la administración Duque, y según cifras de Misión de Observación Electoral, en el primer semestre del año fueron asesinados 81 líderes y lideresas sociales, con una impunidad del 95 por ciento.

  • La mayoría de los defensores de derechos humanos asesinados o amenazados pertenecen a departamentos en los que se desarrollan programas que nacieron con el Acuerdo como los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) y los Planes de Sustitución Voluntaria de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS). Así como lo reveló el informe de Michel Frost, relator especial de la ONU sobre la situación de los defensores de derechos humanos. En el tema de cultivos de uso ilícitos, el gobierno ha usado estos crímenes como otra excusa para intentar reanudar la fumigación aérea con glifosato (suspendida en 2015 por los riesgos para la salud y el ecosistema), que se suma a la constante presión por parte de Estados Unidos de revivir las aspersiones. El gobierno colombiano argumenta que muchos asesinatos están relacionados con el narcotráfico, por lo cual la aspersión disminuiría las masacres. Una vez más el gobierno reduce la situación de seguridad a una simple lucha de carteles. “El enemigo de Colombia es el narcotráfico, no un herbicida”, dijo el ministro Holmes Trujillo. Asimismo, continúan las jornadas de erradicación forzada por parte de la fuerza pública, que muchas veces terminan en enfrentamientos, maltrato y violación de derechos humanos a las comunidades.

La pandemia: el abuso de poder y la estigmatización y criminalización de la protesta social

A esta situación de inestabilidad, hoy se suma la crisis global de salud creada por el Covid 19. La pandemia llegó en un momento de convulsión en varias partes del mundo, en especial en Latinoamérica. A finales de 2019 y principios de 2020 la región vivía una ola de manifestaciones casi simultáneas en Ecuador, Bolivia, Chile y Colombia. La emergencia sanitaria del coronavirus no sólo silenció gran parte de este estallido social sino que ha servido para que varios gobernantes utilicen la situación de alarma para prohibir las protestas y extender sus poderes. En Colombia, el presidente Duque decretó un estado de excepción, lo que le ha permitido actuar sin control político del Congreso de la República, que ha sesionado de manera virtual pese a las denuncias de manipulación de las plataformas virtuales por parte de la derecha que tiene las mayorías parlamentarias.

Existe una preocupación por el deterioro de la democracia no solo por la censura de la disidencia sino también por la concentración de poder en manos del ejecutivo. Las instituciones estatales encargadas de controlar y mantener un balance de poderes, como la Procuraduría, La Defensoría, la Fiscalía y la Contraloría, entre otros, están bajo la dirección de personas afines al partido de gobierno o a Álvaro Uribe, jefe único del Centro Democrático, sin que haya posibilidad de acción estatal que asegure imparcialidad o, al menos, adelante procesos de investigación independientes del ejecutivo.

Además, el gobierno se ha encargado de estigmatizar sistemáticamente a quienes se atreven a cuestionar sus políticas o los círculos cercanos a sus intereses. Políticos, periodistas, analistas, ONGs, y hasta organizaciones internacionales como Human Rights Watch o Naciones Unidas han sido blanco del perfilamiento por parte del uribismo, que ha querido vetar, obstruir o influir en el trabajo que estas organizaciones hacen en Colombia, como ocurrió con el informe de Michel Frost, a quien se le impidió entrar a finalizar un reporte sobre la grave situación de los defensores de derechos humanos en el país.

La situación más disiente se dio cuando la Corte Suprema de Jusicia ordenó la detención domiciliaria del ex presidente y senador Álvaro Uribe, por su presunta participación en el soborno de testigos que pretendían enlodar al también senador Iván Cepeda. La respuesta inmediata del presidente Iván Duque fue respaldar al ex presidente Uribe y cuestionar la decisión de los magistrados. Además, miembros del Centro Democrático y seguidores políticos llamaron abiertamente, a través de periodistas afines a esa corriente política y de diversas estrategias mediáticas, a levantarse en armas e incendiar el país. El propio Uribe aseguró que la Corte estaba llena de sesgos ideológicos, y dijo sentirse “secuestrado” por “la complicidad de unos magistrados y del joven senador (Iván) Cepeda, afín a las FARC”. Pronto la defensa de Uribe decidió que este renunciara a su curul, por lo cual su caso pasó a manos de la Fiscalía General, liderada por Francisco Barbosa, amigo personal del presidente Duque, y al cabo de unos días se ordenó su libertad inmediata.

La estigmatización también le ha servido al gobierno para desestimar los reclamos legítimos de la sociedad. A las protestas por la muerte del abogado Ordoñez, el Estado no sólo respondió con brutalidad policial sino que aseguró que la movilización ciudadana estaba impulsada por disidencias de las guerrillas, y que se trataba de “una manifestación de vandalismo articulado, sistemático y organizado” por los desmanes causados por unos cuantos. A mediados de octubre, la Minga Indígena del Cauca decidió marchar a Bogotá ante la negativa del presidente Duque de atender a los llamados que le han hecho desde 2018, para discutir el incumplimiento del Estado en la defensa de sus territorios y sus comunidades. Una vez más sectores del uribismo señalaron que la caravana venía infiltrada por la guerrilla del ELN y disidencias de las FARC, mensaje que fue replicado por medios de comunicación, a pesar de no haber indicios claros para hacer esta acusación. La respuesta de Iván Duque fue viajar a otra región con el argumento de que él no negociaba con “ultimátum”, en un claro desprecio por el diálogo con una movilización no sólo pacífica sino con fuerte respaldo de la sociedad.

El incremento de la violencia y la estigmatización han estado amparados en un discurso de odio que emana de Álvaro Uribe, quien en repetidas oportunidades, a través de su cuenta de Twitter, ha justificado la masacre de civiles a manos de la fuerza pública, y ha usado la mentira y los eufemismos para distorsionar la difícil situación de orden público en Colombia. De allí que las masacres sean rebautizadas “homicidios colectivos”, los crímenes de la fuerza pública sean presentados como “manzanas podridas”, y los colombianos deban prevenir la toma del estado por parte del “castro-chavismo”.

La cooptación paulatina de las tres ramas del poder, así como el desdén hacia las voces de oposición, han llevado a Colombia a avanzar hacia un proceso de poder dictatorial, o totalitario. Los pocos intentos de control político han sido boicoteados por las mayorías parlamentrias con las que cuenta el gobierno, como ocurrió con el debate de moción de censura al Ministro de Defensa, por ocultar y mentir sobre la presencia de tropas militares de Estados Unidos en Colombia. Amparado en la declaración de emergencia sanitaria, el Ejecutivo se ha dotado de facultades especiales para emitir decretos sin participación ni control del poder legislativo, y con una parte importante del poder judicial desde la Fiscalía, que trabaja según los intereses de impunidad de la presidencia.

Esta suma de hechos sin duda merecen la atención de la comunidad internacional, que hace cuatro años celebró la firma del acuerdo de paz, que incluso le significó el Premio Nobel de Paz para el presidente de este entonces, Juan Manuel Santos. Hoy, sin embargo, la situación está lejos de ser ideal, los niveles de violencia están regresando aceleradamente y por eso es urgente exijirle al actual gobierno el cumplimiento total del lo pactado en La Habana.

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