La distopía a la cual nos condujo el progreso
Conferencia dictada en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires el 25 de abril, 2025, en ocasión del recibir un Doctorado Honoris Causa otorgado por dicha universidad

Quiero comenzar por expresar mi profundo agradecimiento por este inesperado, sorpresivo, reconocimiento por parte de la UBA, una de las principales universidades de nuestro continente. Entiendo este reconocimiento como una celebración del pensamiento crítico latinoamericano, en particular del colectivo cuya reunión me trajo en estos días a Buenos Aires, el Pacto Ecosocial e Intercultural del Sur, e igualmente como expresión de la voluntad de defensa de la universidad pública, que enfrenta hoy serias amenazas en todo el continente.
Lamento que no pueda ser portador de mejores noticias, que la visión del mundo actual que voy a presentar no pueda ser más optimista, aunque supongo que esto no sorprenderá demasiado a las y los argentinos, dado lo que les está tocando vivir. Con esta caracterización de la presente distopía y sus tendencias, no pretendo afirmar que no hay nada que hacer, sino un llamado a reconocer los inmensos retos a los cuales nos confrontamos.
En la sociedad occidental, desde el Génesis, la idea de someter y explotar al resto de la naturaleza ha tenido una extraordinaria continuidad. Usualmente asociada a imaginarios de abundancia material siempre creciente, esta Idea-fuerza ha pasado por diversas formulaciones y reformulaciones históricas, entre las cuales destacan la revolución científica de los siglos XVI y XVII, la idea del progreso que emerge con la ilustración del siglo XVIII, el imaginario de la sociedad de abundancia material y libertad basada en el desarrollo de las fuerzas productivas anunciada por el comunismo en los siglos XIX y XX, y , más recientemente, la noción del desarrollo que emerge con el fin de la segunda guerra mundial.
Hoy estamos confrontados a las consecuencias de esta búsqueda de más de dos milenios, con la extraordinaria distopía a la cual ha entrado la humanidad. Dejando a un lado asuntos críticos como la guerra permanente, y el avance generalizado de las economías criminales y sus violencias, me voy a referir a tres dimensiones medulares de esta distopía. 1. El colapso ambiental planetario; 2. Los impactos de las actuales transformaciones tecnológicas sobre el planeta y la humanidad y 3. Los profundos reacomodos geopolíticos globales con sus crecientes tendencias autoritarias.
Se están destruyendo, aceleradamente, muchas de las extraordinarias y muy excepcionales condiciones que permitieron la emergencia de la vida en el planeta Tierra, y que han hecho posible su diversificación y reproducción a lo largo de miles de millones de años. Se estima que, desde la década de los años setenta del siglo pasado, se ha sobrepasado la capacidad de carga del planeta. Si las dinámicas devastadoras de la acción humana sobre su entorno no se revierten a muy corto plazo, la vida, tal como la ha conocido la humanidad desde sus orígenes, dejará de existir.
Estas tendencias están ampliamente reconocidas, tanto por las poblaciones del planeta que sufren sus consecuencias, como por el amplio consenso científico global en el sentido de que la continuidad de la vida humana en el planeta está severamente amenazada. En muy pocas décadas, podrían producirse profundas alteraciones en los ecosistemas locales, regionales y globales, con eventos climáticos no solo más catastróficos que los actuales sino, igualmente, irreversibles.
El Panel Intergubernamental de Cambio Climático, es el esfuerzo de investigación colaborativa más amplio en la historia de la humanidad, sus diagnósticos son elaborados a partir de aportes de los principales centros de investigación y de científicos de todo el mundo. Cada uno de sus sucesivos informes presenta diagnósticos y proyecciones crecientemente alarmantes y con mayores niveles de confianza sobre las consecuencias de las transformaciones antropogénicas que padece el planeta. Con diferentes metodologías, énfasis y terminologías, con regularidad se publican resultados de investigaciones que confirman la gravedad de la situación que confrontamos. Se constata la pérdida masiva de la biodiversidad en todo el planeta, proceso que se ha acentuado a partir de la década de los setenta del siglo pasado, en lo que ha sido denominado como la sexta gran extinción. Este proceso ha sido particularmente acelerado en América del Sur, donde se estima que durante este último medio siglo se ha perdido 70% de la biodiversidad. Con satélites, se está midiendo con precisión el derretimiento del casquete polar ártico que está generando procesos de retroalimentación, al ser remplazadas grandes superficies, que al estar cubiertas de hielo o nieve reflejaban la luz solar, por superficies más oscuras que absorben el calor de estas radiaciones contribuyendo a acelerar el calentamiento global. El deshielo de las tundras tiene como consecuencia emanaciones masivas de metano. Tanto por el calentamiento del agua, como por el derretimiento del hielo en los polos y en Groenlandia, se eleva el nivel del mar amenazando las zonas costeras donde vive una elevada proporción de la humanidad. Islas habitadas con poca elevación tienden a ser sumergidas. Se constata con alarma la progresiva desaparición de los glaciares, fuente de agua para miles de millones de personas. Este proceso, ha sido particularmente acelerado en los glaciares andinos tropicales y subtropicales. Se están alterando los ciclos hídricos y consumiendo y contaminando el agua dulce en forma más acelerada que sus posibilidades de recuperación. Proporciones crecientes de la humanidad viven en condiciones de stress hídrico. Consecuencia de la sobreexplotación y el uso masivo de agrotóxicos, se está deteriorando la fertilidad de los suelos. Los grandes bosques tropicales, en particular la Amazonía, están siendo deforestados, amenazando con transformarlos en sabanas y convertirlos de captores de gases de efecto invernadero, a emisores netos.
No se trata de proyecciones apocalípticas de efectos que podrían pasar en un futuro más o menos lejano. Es la realidad del presente. Cada año millones de personas son afectadas por eventos climáticos extremos como sequías prolongadas, inundaciones, incendios y huracanes. En grandes extensiones de África está dejando de ser posible la reproducción de la vida humana, como consecuencia de la ausencia prolongada de lluvias y el calor excesivo que hacen imposible la agricultura y la ganadería. Millones de personas se ven obligadas a convertirse en migrantes climáticos como única opción de sobrevivencia.
Todo esto, repito, se sabe, está bien documentado. Circula en los informes científicos, en los titulares de los medios de comunicación tradicionales y por las redes digitales. Centenares de millones de personas lo experimentan, y, sin embargo, las dinámicas estructurales causantes de estas devastaciones continúan operando prácticamente sin freno. Están tan profundamente instalados en los centros de poder del sistema mundo y en buena parte de la conciencia colectiva, el dogma del progreso y la confianza ciega de que es posible un crecimiento sin fin, que no se contempla la posibilidad de que sean necesarias transformaciones profundas en los patrones de producción y consumo, y de lo que se entiende por vivir bien, para poner freno a esta guerra sostenida contra la vida, guerra que se ha acentuado tan dramáticamente con la gran aceleración desde mediados del siglo XX.
Hemos entrado en una nueva era geológica en la cual los principales motores de las transformaciones planetarias han pasado a ser las acciones humanas, en lo que ha sido denominado como el Antropoceno. Esta denominación, sin embargo, parece asumir que la responsabilidad de esta crisis reside en “la humanidad”, dejando a un lado las extraordinarias desigualdades existentes y la concentración de la riqueza en manos de una pequeña minoría de la población, que ha alcanzado niveles nunca antes conocidos en la historia de la humanidad. La noción de capitaloceno, capta mejor las características de esta nueva realidad.
Como ha constatado Oxfam, los tres mil quinientos millones de pobladores más pobres del planeta, que contribuyen poco a la emisión de carbono, son los más afectados por los impactos ambientales como las sequías, inundaciones, incendios y tormentas, son igualmente quienes cuentan con menores recursos para enfrentar estos retos. Según Oxfam, el 1% más rico de la población mundial posee un 45% de la riqueza global. Estiman que ese 1% más rico del planeta es responsable por emisiones de carbono superiores a las de las dos terceras partes más pobre. Estas tendencias a la concentración de la riqueza se están acelerando. Desde el año 2020, las fortunas de los cinco hombre blancos más ricos del mundo se ha duplicado, mientras casi cinco mil millones de personas se han hecho más pobres. Esto se traduce en que esta pequeña minoría de la humanidad tiene cada vez más poder, con capacidad de comprar elecciones y jueces, e incidir directamente sobre las políticas públicas, en función de sus intereses. Controlan igualmente las principales redes digitales.
Movimientos y organizaciones ambientalistas en todo el mundo, así como académicos e investigadores, han luchado por la suspensión de la extracción y consumo de estos combustibles, principal determinante del calentamiento global. Ante esta amenaza, las grandes corporaciones petroleras, a pesar de contar con estudios que demostraban lo contrario, han gastado centenares de millones de dólares para intentar convencernos de que el consumo de combustibles fósiles es inocuo. Para ello, además de lobbies muy bien financiados para incidir sobre políticas públicas, se crearon think tanks y centros en universidades prestigiosas, y conferencias internacionales dedicadas a confrontar las críticas a esta industria. Han impulsado y financiado organizaciones sociales y políticas de la extrema derecha negacionistas del cambio climático.
Los principales países exportadores de petróleo continúan haciendo lo posible por impedir acuerdos internacionales que pongan límites a los combustibles fósiles.
Consecuencia de todo esto, después de décadas de conferencias, negociaciones y compromisos con la participación de todos los países del planeta, incluida la realización de 29 COPs, en esta década se están dando las mayores emisiones de gases invernadero jamás registradas, y la temperatura global marcó nuevos récords, acercándose peligrosamente a los dos o más grados centígrados respecto a los niveles existente al inicio de la revolución industrial, niveles que, según el Acuerdo de París del 2015, habría que evitar a toda costa, ya que tendría consecuencias impredecibles.
Desde los centros de poder corporativos y estatales globales, se han dado dos tipos principales de respuestas ante el colapso ambiental. La primera, el negacionismo: no habría tal cosa como colapso ambiental, ni siquiera calentamiento global antropogénico que requiera políticas públicas específicas. Por años, esta visión parecía ser cada vez más minoritaria, pero, como veremos más adelante, ha recobrado renovado vigor durante los primeros meses del segundo gobierno de Trump.
El segundo tipo de respuesta parte del reconocimiento de la crisis, pero busca soluciones que permitan conservar el orden económico y político actual, que no cuestionen las relaciones de poder existentes. Las entidades estatales y corporativas, con la complicidad implícita de buena parte del mundo académico y científico, formulan propuestas que no pueden ser calificadas sino de gatopardianas. Se plantean como reto; ¿qué hay que cambiar para que no cambie nada?
A lo largo de las últimas décadas se han formulado sucesivas propuestas desde estos centros de poder que serían, supuestamente, las respuestas a la crisis planetaria. Entre éstas destacan: desarrollo sostenible, economía verde, los mercados de carbón, la transición energética verde, y más recientemente, la descarbonización. Se promueven riesgosas tecnologías como la geoingeniería y otras, como la captura industrial de carbono, que ha demostrado tener muy limitada capacidad de incidencia sobre los niveles de concentración de los gases de efecto invernadero. Todas estas formulaciones, lejos de cuestionar la lógica productivista y los imaginarios del crecimiento sin fin, son, propiamente, propuestas corporativas y coloniales que en cada momento de la crisis hacen posible, a través de las soluciones de mercado y los technological fixes, nuevas oportunidades de valorización del capital.
Esa lógica corporativa y colonial tiene hoy su máxima expresión en la forma como se está impulsando, desde el Norte Global, la denominada transición verde, centrando la atención en algunas fuentes alternativas de energía y el uso, en gran escala, de baterías eléctricas. Se aborda la situación, exclusivamente, desde una de sus dimensiones, las emanaciones de gases de efecto invernadero, lo que Camila Moreno ha denominado la métrica del carbono, dejando a un lado otras dimensiones medulares como el impacto de la agroindustria, el extractivismo minero, y la fabricación de acero y cemento. No reconoce la urgencia de la reducción del consumo global de energía y materiales, y consolida la concentración corporativa en la generación y distribución de energía, a la vez que se profundiza la brutal desigualdad existente en el planeta.
Los automóviles eléctricos son la expresión más depurada de esta lógica corporativa colonial. Mientras por un lado se logra la reducción de emanaciones de carbono, y en las ciudades del norte se respira un aire menos contaminado, en el Sur Global se profundiza el extractivismo con sus efectos socio-ambientales depredadores, como es posible constatarlo, entre otros lugares, en la afectación de las comunidades indígenas en el triángulo del litio, las minas de cobre del Perú y los letales conflictos prolongados por el control de los denominados minerales de conflicto, indispensables para estas tecnologías (Coltán, Estaño, Tungsteno y Oro) en el Congo. En esta transición, mientras por un lado se descarbonizan algunas actividades, por el otro se utilizan los combustibles fósiles en la extracción de minerales en gran escala, se deforesta, se destruyen ciclos hídricos, se devasta la biodiversidad, destruyendo las condiciones que hacen posible la reproducción de la vida de las comunidades aledañas. Nada de esto es muy verde, pero, a pesar de que generan impactos no solo locales sino igualmente globales, no son visibles, ocurren en otra parte.
Amplios territorios del Sur Global son convertidos en zonas de sacrificio para lograr ciudades limpias del Norte Global. Descartando otras opciones como el transporte público, mayor uso de bicicletas y las propuestas de las llamadas ciudades de quince minutos, se afianzan las extraordinarias presiones sobre la capacidad de carga del planeta que representan los mil cuatrocientos millones de automóviles que se estima que existen hoy.
Por otro lado, la llamada descarbonización está lejos de cumplirse. Las promesas formuladas hace solo pocos años por algunas de las principales corporaciones petroleras globales de reducir sus emanaciones, han sido, en buena medida, abandonadas y estas empresas están hoy garantizando a sus accionistas que van a continuar con sus actividades de exploración y extracción de combustibles fósiles que les están brindando extraordinarias tasas de beneficio. Ante la crisis energética que generó la decisión de limitar severamente la compra de hidrocarburos a Rusia, y la decisión más reciente del rearme en gran escala, la Unión Europea ha dejado en un segundo plano su compromiso de llevar a cabo una transición verde.
Por otra parte, el consumo energético global, lejos de reducirse, sigue creciendo. Los grandes data centers dedicados a inteligencia artificial están generando incrementos masivos en el consumo de energía, y sus corporaciones están firmando contratos con empresas energéticas para la producción de la energía requerida, incluso para la construcción de nuevas plantas de energía nuclear. Lo que tanto se celebró como la futura sociedad del conocimiento que disminuiría la presión sobre los bienes materiales, se ha convertido en uno de los sectores más dinámicos del incremento de la demanda energética.
En América Latina, durante los gobiernos denominados “progresistas”, a pesar de todos sus discursos, e incluso la incorporación de los derechos de la naturaleza por primera vez en un texto constitucional, lo que ocurrió fue la re-primarización de las economías, con la profundización del extractivismo minero, vegetal y energético, incrementando su aporte a la desbocada maquinaria devastadora del capital global.
¿Cómo es posible que, sabiéndose todo esto, conociéndose bien lo que está en juego, no pueda ponérsele freno a esta dinámica destructora?
¿Estamos en presencia de un impulso tanático, una voluntad colectiva de suicidio? ¿Cómo es posible seguir apostando por la continuidad del capitalismo y su lógica inexorable de crecimiento sin fin, cuando éste ha demostrado ser incompatible con la preservación de la vida? ¿Por cuánto tiempo pensarán las élites millonarias y mil millonarias que podrán seguir viviendo en sus refugios cuando la mayor parte de la humanidad deje de existir? ¿Creerán que habrá tiempo para mudarse a Marte antes de la destrucción de las condiciones que hacen posible la vida humana en el planeta Tierra?
Podríamos suponer que la humanidad cuenta con dos potentes herramientas para detener estas tendencias. Por un lado, la acción colectiva, sobre todo, la posibilidad de apelar a modalidades de decisión democráticas en torno a lo común, que incorporen las voces y visiones de la mayoría de la humanidad.
Por otro lado, las extraordinariamente poderosas capacidades de unas ciencias y tecnologías que han logrado crear armas de destrucción masiva, como las bombas atómicas y de hidrógeno, que han hecho posible el aumento de la expectativa de vida de la población planetaria, que han descifrado y manipulado los códigos de la vida, que han llevado a seres humanos a la luna y, con estas capacidades, han elaborado diagnósticos tan precisos y detallados sobre las crisis ecológicas que confronta el planeta en sus múltiples dimensiones.
Sin embargo, en sus versiones hoy hegemónicas, estas herramientas, lejos de estar disponibles para enfrentar estos grandes retos, son, en forma esencial, parte del problema.
Comenzando por lo segundo, las capacidades científico tecnológicas.
Los retos principales que deberían confrontar la ciencia y la tecnología giran en torno a cómo mejorar las condiciones de vida de la humanidad -de toda la humanidad- garantizando a la vez la preservación y reproducción de la vida en el planeta Tierra, aprendiendo a vivir en harmonía con el entorno natural. Ante este reto, la ciencia y las tecnologías hegemónicas siguen fracasando estrepitosamente. Esto es consecuencia, tanto de sus supuestos epistemológicos y ontológicos, como de los ámbitos institucionales -académicos, estatales y corporativos- desde los cuales se formulan las preguntas básicas del para qué y para quién del conocimiento, y se deciden y financian las prioridades de investigación. En estos ámbitos siguen incidiendo -por supuesto en forma desigual y cambiante, y aunque suene demasiado esquemático, perspectivas y criterios antropocéntricos, patriarcales, coloniales, racistas y clasistas.
Antropocéntricos, porque se asume a los humanos como seres superiores, como el centro de la creación y consideran a la llamada “naturaleza” como una fuente de “recursos” para la satisfacción de sus necesidades. Esta mirada diagnostica los problemas, y las acciones a realizar, a partir de sesgos extraordinariamente reduccionistas que impiden la comprensión plena de las complejidades de la dinámica de la vida, y el valor intrínseco de sus múltiples manifestaciones, más a allá de su utilidad o no para los seres humanos. En ausencia de concepciones holísticas e integradoras, la solución de un problema puede crear o profundizar otros.
Patriarcales, el dominio de los hombres sobre las mujeres, está inseparablemente asociado, desde Bacon, con un para qué del conocimiento guiado por la búsqueda del control y la manipulación de objetos y personas.
Coloniales y racistas. Por partir de la supuesta superioridad de la raza blanca y de la cultura occidental, de su mono culturalismo, asume para sí un privilegio epistemológico que le impide la posibilidad misma de relaciones interculturales y diálogos de saberes horizontales, que le permitan superar el reduccionismo racionalista y cuantificador de sus particulares modalidades del conocer. El colonialismo racista se transparenta en los diagnósticos y soluciones que se presentan ante los problemas enfrentados, priorizando en éstas los intereses de los centros, como en el caso de la transición energética verde a la cual hice referencia.
Y, por último, clasista, porque en sus diagnósticos y propuestas, en forma sistemática, privilegia los intereses de los sectores privilegiados sobre los intereses de la mayoría.
En la sociedad global contemporánea la tecnología opera como un código ADN que juega un papel medular en la conformación de los tejidos sociales, la cultura, la política, la economía y las relaciones con el resto de la naturaleza. Decisiones tecnológicas diseñan el futuro. Y, sin embargo, cada vez más, las grandes transformaciones tecnológicas ocurren en ausencia plena de control social democrático, en un ethos en el cual está ausente el principio de precaución que nos impone la responsabilidad de evitar la implementación de nuevas tecnologías cuando existan suficientes dudas sobre sus potenciales consecuencias negativas. Se opera al interior de una razón instrumental desbordada, y, como señaló Hans Jonas, se utilizan en forma irresponsable estos poderes fáusticos, en ausencia de toda ética de responsabilidad o el reconocimiento de que la capacidad transformadora de las tecnologías de gran escala supera en mucho la capacidad de la ciencia para prever sus consecuencias.
Las innovaciones tecnológicas requieren inversiones cada vez mayores, montos solo disponibles en grandes corporaciones y en los Estados más ricos del sistema mundo. A pesar de que es el ámbito donde se toman algunas de las decisiones más trascendentes sobre el presente y futuro de la humanidad, y a partir del dogma del progreso, han logrado convertir a la idea misma del control democrático de la tecnología en un oximorón, en una idea marginal, descartable por su irrelevante e ingenuo utopismo, carente de todo principio de realidad. Las otras opciones culturales existentes en el planeta, las ricas tradiciones de perspectivas alternativas sobre la ciencia y tecnología democráticas, y los aportes de las críticas feministas, son simplemente ignorados.
Las transformaciones científico/tecnológicas de este último medio siglo neoliberal, han incidido en forma decisiva en las tendencias a la conformación de una distopía tecnológico/corporativa cada vez menos democrática, cada vez más devastadora de la naturaleza, en que la riqueza y el poder están cada vez más concentradas en manos de milmillonarios.
Aparte de las energías fósiles y el ámbito bélico, cabe destacar dos áreas de desarrollo científico-tecnológico que -en sus versiones actuales- representan grandes riesgos para la humanidad: las llamadas ciencias de la vida, y las tecnologías digitales.
La ingeniería genética, que en sus inicios se presentó como una búsqueda desinteresada del saber, y como una respuesta al hambre en el mundo, ha tenido como principales consecuencias la privatización de los códigos de la vida, la profundización de la mercantilización de la naturaleza y la expansión de la agroindustria. Condujo a universidades comercializadas, sometidas a la lógica neoliberal, y a alteraciones drásticas en las modalidades de producción de alimentos que, lejos de eliminar el hambre, contribuyeron a profundizar las desigualdades al convertirse en fuentes de acumulación masiva para las grandes empresas de la agroindustria. Desde los lugares de enunciación caracterizados anteriormente, se produce un conocimiento fragmentado, poco interesado en sus impactos socioambientales locales y globales, guiado por la búsqueda de la maximización del beneficio de empresas e investigadores-empresarios. Se realizan experimentos en gran escala sin control alguno, introduciendo a la naturaleza variedades genéticas nuevas, algunas con características tan peligrosas como la tecnología terminator, diseñada para impedir la reproducción, a pesar de conocerse los riesgos del escape de genes.
La revolución verde, en sus sucesivas versiones, ha alterado profundamente las formas como se producen los alimentos que consume la humanidad y sobre la vida rural y campesina. Se da la apropiación y privatización de recursos genéticos mediante la piratería genética. Se reduce la amplia gama de variedades previamente existentes, por una reducida variedad de semillas bajo régimen de propiedad intelectual. De acuerdo al grupo ETC, cuatro corporaciones controlan la mitad de las semillas comerciales a nivel global. Se impacta la diversidad biológica por el uso masivo de agrotóxicos de amplio espectro como el Round UP, que matan otras especies. Se reduce la población de polinizadores. Se contaminan los suelos y se afecta la salud tanto de productores como de las comunidades aledañas. Se dan procesos de concentración de la tierra y expulsión de pequeños productores de sus propiedades.
A pesar de sus espectaculares logros tecnológicos, según la FAO, más de 850 millones de personas padecen en la actualidad de desnutrición.
¿Qué cambiaría si las preguntas formuladas y los intereses que guiasen las investigaciones sobre la producción de alimentos, si sus sujetos y lugares de enunciación, fuesen otros, guiados por la búsqueda de la mejoría de las condiciones de vida de las familias y comunidades campesinas, la preservación de la biodiversidad, la producción de alimentos variados y sanos para toda la población planetaria, así como la preservación de los ecosistemas?
Las tecnologías digitales, Internet y las redes sociales, se presentaron al mundo como una profunda revolución democrática que permitiría la producción y circulación de ideas e información en forma horizontal, sin jerarquías. Pocas décadas después podemos constatar que han sido otros sus impactos. Además de facilitar el acceso y el intercambio masivo de información, también han incidido en la reducción del tiempo disponible para el contacto cara a cara, y han contribuido a la creación de sociedades cada vez más polarizadas, con menos relación y diálogo con los diferentes y se ha corroído toda noción de una esfera pública democrática. En lugar de una contrastación de ideas entre diferentes, se han construido vidas virtuales en burbujas de semejantes, al interior de las cuales no solo se confirman, sino que igualmente se radicalizan las propias convicciones y se fortalecen los prejuicios e intolerancias hacia quienes son diferentes. Han contribuido a la generación de un machismo tóxico, sobre todo entre los jóvenes.
Los servicios de redes digitales y páginas de búsqueda, ofrecidos como servicios gratuitos y de los cuales nos hacemos cada vez más dependientes, se han convertido en grandes maquinaria de succión detallada de información sobre la más amplia gama de aspectos de la vida de cada usuario, sus costumbres, sus relaciones sociales y laborales, las ideas, patrones de consumo, uso de medios de pago, las preferencias sexuales, traslados, uso de redes digitales, medios de entretenimiento, dudas y vulnerabilidades. Toda esta información, recogida de centenares de millones de personas es, a su vez, vendida como una mercancía más valiosa que el petróleo.
Esta información permite, no solo caracterizar el comportamiento presente y futuro de los individuos, sino igualmente manipular a los usuarios para el logro de determinadas actitudes y conductas deseadas, ya sea por motivos comerciales o políticos. Esto se logra mediante contenidos y mensajes extraordinariamente focalizados dirigidos a cada individuo.
Su uso comercial se dio desde los primeros años de las redes digitales. El reconocimiento del impacto creciente de sus usos para fines políticos ha sido más reciente, en particular desde el destape del caso de Cambridge Analítica en el Reino Unido. Esta empresa, en base a datos de más de 50 millones de usuarios de Facebook, implementó una masiva campaña a favor de la aprobación del retiro del Reino Unido de la Unión Europea en el referéndum sobre el Brexit. Su uso se ha hecho cada vez más extendido, con particular eficacia por parte de candidatos y partidos de derecha y extrema derecha, como Trump y Bolsonaro, hecho de extraordinarias consecuencias para la posibilidad misma de la democracia. En la medida en que se constatase que, por estos medios, es posible efectivamente reorientar las actitudes y el comportamiento político de los votantes, se estaría socavando severamente un fundamento sobre el cual se supone que descansa una sociedad democrática, la posibilidad de la expresión libre y autónoma de la voluntad de los ciudadanos a través del voto.
Estas tecnologías, complementadas con el reconocimiento facial, en manos de corporaciones y Estados, se han convertido en potentes y muy eficientes instrumentos de vigilancia y control social, utilizados por agencias de seguridad públicas y privadas en todas partes del mundo. Esto ha logrado su mayor desarrollo y eficiencia en China. Con el fin de combinar la información disponible en las redes digitales con el reconocimiento facial, se ha instalado un vasto sistema de vigilancia que incluye centenares de millones de cámaras con capacidad de reconocimiento facial en espacios públicos y comunitarios, buena parte conectadas con capacidades de Inteligencia Artificial. Este panóptico crecientemente omnipresente constituye la base material del régimen de crédito social, el cual tiene como objetivo la supervisión del comportamiento de cada ciudadano y la asignación de puntajes numéricos individuales a cada quien, con el fin de premiar o penalizar hasta los comportamientos más puntuales, de acuerdo a los criterios del Estado-partido sobre lo que debería ser un buen ciudadano. Este puntaje puede tener incidencia significativa en la vida de éstos, como la obtención o no de un crédito, el acceso a la educación superior, o a una vivienda, a determinado tipo de empleo, y otros asuntos como poder realizar un viaje en tren o en avión. La imaginación de George Orwell no le dio para tanto.
Como consecuencia de estas dinámicas está operando una profunda transformación societal: la tendencia a la desaparición del ámbito de lo privado. Hace falta interrogarse sobre cuáles podría ser las consecuencias culturales y políticas de esta dinámica. ¿Es éste un valor del individualismo burgués que podemos fácilmente descartar, o es, por el contrario -en sus diversas acepciones en la pluralidad de las culturas del planeta- una dimensión constitutiva de lo que nos define como humanos?
La profunda transformación tecnológica que en la actualidad está generando más expectativas, polémicas, alarmas y rechazos es la inteligencia artificial, que en muy pocos años está redefiniendo aspectos esenciales de la vida colectiva. Una vez más, una tecnología creada por un grupo reducido de las mayores corporaciones tecnológicas del planeta, en este caso en dos países, Estados Unidos y China, con sus masivos recursos financieros, no solo han desarrollado una nueva tecnología que podría alterar profundamente las relaciones entre los seres humanos y las relaciones con la naturaleza, sino que la están implementando en forma acelerada, en un escala a masiva, sin supervisión democrática alguna. Una vez más, se redefine el futuro sin consulta a los habitantes del planeta. Eso, a pesar de que muchos de sus principales creadores -quienes tienen en este momento la mayor capacidad para prever sus potenciales consecuencias- han dado gritos de alarma sobre sus potenciales efectos perversos, llamando a una pausa para repensar su desarrollo y establecer regulaciones para su operación. Por ejemplo, Elon Musk declaró hace un par de años que, fuera de control, la inteligencia artificial es una amenaza para la humanidad. Sin embargo, tanto gobiernos como corporaciones, escudándose en el argumento de que, si se le pone algún freno a esta tecnología, la competencia con seguridad la seguirá desarrollando e implementando, en el contexto de la actual pugna geopolítica global, han rechazado toda regulación pública significativa. Además, sigue operando la fe ciega en la idea de que, si una tecnología genera problemas, a futuro emergerá otra con capacidad para solucionarlo. Las tímidas regulaciones promulgadas por la Unión Europea, actor de reparto en esta competencia tecnológica, no tendrán mayor efecto. Igualmente, dados los abruptos cambios en el clima geopolítico global desde su firma hace año y medio, es poco probable que los acuerdos de la Declaración Bretchley, firmada en Londres durante la Primera Cumbre Global sobre la Seguridad de la Inteligencia Artificial, tenga mayor incidencia. En esta declaración, 28 países incluidos Estados Unidos, China, y el Reino Unido, afirman que la inteligencia artificial “representa un riesgo potencialmente catastrófico para la humanidad”.
Dados los presentes y potenciales impactos de esta tecnología en el más amplio espectro de la vida colectiva, son muchos los asuntos abordados en los actuales debates sobre la inteligencia artificial. Más allá de sus impactos sobre la democracia la desigualdad, el trabajo, la creación artística e intelectual, el ambiente, la educación, las armas letales y sus aportes a la consolidación de la sociedad de vigilancia, hoy se debate seriamente una pregunta esencial: ¿Podrá la inteligencia artificial superar la inteligencia humana? ¿Podrá la inteligencia artificial general autonomizarse del control humano y hacerlo superfluo?
Las dinámicas ambientales y tecnológicas a las cuales me he referido operan hoy en el contexto de profundos reacomodos geopolíticos y productivos globales, y un creciente autoritarismo.
El orden geopolítico y económico del sistema mundo posterior a la segunda guerra mundial, se caracterizó por la hegemonía de los Estados Unidos como potencia global, hegemonía que terminó de consolidarse con el colapso del bloque soviético y la globalización neoliberal que se fue imponiendo en el contexto de este dominio. Estas dos características básicas del orden global están llegando a su fin.
El factor fundamental de estas transformaciones ha sido la reemergencia de China como gran potencia global. Estamos viviendo una fase de transición histórica entre la existencia de una potencia imperial capaz de imponer su hegemonía en todo el sistema mundo, y la emergencia de una nueva potencia que amenaza esa hegemonía. Esta transición hacia una nueva hegemonía, un nuevo mundo bipolar, o un mundo multipolar, necesariamente crea condiciones estructurales de gran inestabilidad e imprevisibilidad. La competencia política, económica, comercial, y tecnológica entre estos dos países está definiendo lo esencial del momento histórico en el cual nos encontramos.
Durante varias décadas, el extraordinario crecimiento chino condujo a relaciones, en lo fundamental, complementarias entre las economías china y de Estados Unidos. Para China, Estados Unidos representaba una fuente de grandes flujos de capitales y tecnología, principalmente por vía de transnacionales de dicho país y un expansivo mercado para su creciente producción industrial. Los Estados Unidos se beneficiaban con lucrativas oportunidades de inversión para estas corporaciones, con una fuente que parecía inagotable de trabajadores con remuneraciones muy bajas y limitados derechos laborales, a la vez que garantizaba a su población el acceso a bienes de bajo precio que permitían elevados niveles de consumo y una baja inflación. En consecuencia, esta acelerada expansión de la economía china no fue vista durante varias décadas como una amenaza por los sectores dirigentes de Estados Unidos.
De acuerdo a cálculos hechos por el Banco Mundial y el Fondo Monetario internacional, a partir de la comparación de la Paridad del Poder de Compra en sus respectivos países, ya hace algún tiempo China ha superado a los Estados Unidos, pasando a ser la primera economía del planeta. Se ha convertido en la fábrica del mundo. De acuerdo a proyecciones de la Organización de las Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial, en el año 2030, dentro de solo cinco años, 45% de la producción industrial del mundo se realizaría en China, mientras que Estados Unidos solo aportaría un 11% del total global.
De acuerdo a datos del Center for Security and Emerging Technologies, de la Universidad de Georgetown, en lo que va de siglo, China ha superado ampliamente a los Estados Unidos en la graduación de doctores de alto nivel en ciencias, tecnología, ingeniería y matemáticas, y esta brecha continúa creciendo. China tiene más artículos publicados en las revistas científicas más prestigiosas, y más citas a esos artículos que los Estados Unidos. En muchos campos científico-tecnológicos de alto nivel, algunos de aplicación bélica, lo ha superado.
En los círculos dirigentes estadounidenses, se fue produciendo, durante los últimos lustros, un marcado desplazamiento en la evaluación del significado de esta nueva China en el escenario mundial, y lo que esto representaba como amenaza para su hegemonía. En el año 2018, el gobierno de Trump pasó a definir a China como un rival estratégico. Comienza así una sistemática (y obsesiva) política en los frentes políticos, tecnológicos, militares y comerciales que busca contener el creciente peso de China en el sistema mundo. Voceros conservadores han exigido medidas para detener a China antes de que sea demasiado tarde, incluso por vías militares de ser necesario.
Desde el interior de esta lógica de competencia geopolítica por la hegemonía, el crecimiento se ratifica como un imperativo inexorable para ambas partes, independientemente de su impacto sobre el planeta. ¿Cómo hablar de la idea de decrecimiento en este contexto?
Una mirada sobre lo que ocurre en la actualidad en Estados Unidos, nos ofrece una buena guía para caracterizar en qué consiste la distopía autoritaria, ultraliberal, de derecha extrema que avanza en el mundo y sus consecuencia sobre la vida en el planeta.
En su segundo gobierno, para Donald Trump, el enfrentamiento directo a China es parte medular de su objetivo de producir una radical reorganización del Estado y la sociedad estadounidense, así como del orden global neoliberal y su institucionalidad que, en su opinión, ha permitido que el resto del mundo, amigos y enemigos, se aprovechen y enriquezcan a costa de Estados Unidos. La guerra comercial global declarada por Trump tiene como blanco principal a China. Trump decretó tarifas a los bienes importados desde este país a Estados Unidos de un 145%, con lo que, con algunas excepciones, más que duplicaría su precio para empresas y consumidores, dando origen, potencialmente, a una guerra comercial en gran escala entre las dos principales economías del mundo, lo que con seguridad tendría severos impacto globales. Esto, con el objetivo declarado de reducir la dependencia de los Estados Unidos de los bienes chinos y un progresivo aislamiento internacional de China en la economía global. Es éste, por lo menos en el mediano plazo, un objetivo irrealizable, dado el peso de los bienes chinos en las cadenas productivas en todo el mundo -incluidas las estadounidenses- y el hecho de que entre 120 y 125 países tengan a China como su principal socio comercial. La cifra correspondiente para los Estados Unidos es de entre 40 y 50 países.
Internamente, se está imponiendo una radical agenda ultraconservadora en el ámbito social y cultural, y en la economía una dinámica desreguladora igualmente extrema. A través del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE) dirigido por Elon Musk, que ni siquiera tiene sustento legal, se están cerrando o desfinanciando instituciones federales que tienen que ver con asuntos claves para la población como servicios de salud y educación, la seguridad social y el apoyo a los agricultores. Se están cerrando o desfinanciando esenciales centros de investigación científica. Se están despidiendo masivamente a empleados federales y eliminando su derecho a la contratación colectiva. Estas drásticas reducciones del gasto público social están acompañadas de propuestas presupuestarias en las cuales se incrementa el gasto militar y una masiva reducción de impuestos que beneficiaría en forma desproporcionada a los estadounidenses más ricos.
Se prohíben y sancionan todos los programas denominados DEI, orientados a promover la diversidad, equidad e inclusión en instituciones estatales, corporaciones, fundaciones y centros educativos en todos los niveles, sean públicos o privados, programas que son el resultado de luchas de décadas parte de los sectores más excluidos de la sociedad.
Esta revolución cultural busca no solo cambiar el presente y el futuro, sino igualmente el pasado. Se ordenó que el principal sistema de museos públicos del país de la Smithsonian Institute debía quitar las exhibiciones que presenten versiones críticas de la historia del país, con temas como la esclavitud, el racismo, y en su lugar destacar sus aspectos gloriosos.
Se dan pasos en la dirección de imponer la agenda fundamentalista que busca eliminar la separación constitucional entre Estado y religión para hacer de Estados Unidos un país teocrático, oficialmente cristiano.
En 1984, Orwell narra que el Partido, en forma continua, revisaba el diccionario para eliminar palabras consideradas como ambiguas o inconvenientes. Cada nueva edición del diccionario tenía menos palabras con el fin de que los pensamientos rebeldes fuesen lingüísticamente imposibles. Con esta misma lógica, las principales dependencias del gobierno federal han ido elaborando listas de palabras que no deben usarse en documentos y declaraciones oficiales y que deben ser expurgadas de todas las páginas web de la institución. De estos largos listados pueden destacarse las siguientes: diversidad, equidad, negro, feto. vulnerable, transgénero, basado-en-evidencia, basado-en-ciencia, opresión, activismo, raza, etnicidad, exclusión, crisis climática, energía limpia, antirracismo, sesgo, interseccionalidad, privilegio, mujeres, discriminación, calidad ambiental. Y muchas más.
El derecho constitucional a la libre expresión está severamente amenazado. Se introducen demandas en contra de medios de comunicación por contenidos vistos como opuestos a las políticas gubernamentales. A prestigiosas universidades como Columbia y Harvard se les presiona (con éxito) para el remplazo de sus autoridades y se les retira financiamiento público por el contenido de los programas de algunos de sus departamentos, y con la acusaciones de que no reprimieron, con suficiente vigor, las movilizaciones pacíficas en protesta contra el genocidio en Gaza, calificando toda crítica al Estado de Israel como antisemitismo. Estudiantes extranjeros son detenidos y expulsados del país por haber participado en estas actividades. Algunas de las firmas de abogados más importantes del país han sido sancionadas por haber defendido en algún momento causas con las cuales Trump no está de acuerdo, obligándolas a prestar servicios gratuitos en defensa de causas promovidas por él. Se realizan reformas en el sistema electoral destinadas a restringir la participación. Se desacatan decisiones de jueces que, en base a sus atributos constitucionales, emiten órdenes de revertir decisiones ilegales del ejecutivo
Expresión extrema de estas tendencias distópicas de nuestro tiempo es que miles de millones de personas, cada día, puedan ver en sus pantallas, en tiempo real, el genocidio del pueblo palestino en Gaza, llevado a cabo por el gobierno de Israel con el apoyo bipartidista incondicional del gobierno de los Estados Unidos, y no se pueda hacer nada para detenerlo. Desde el punto de vista ético, y de la institucionalidad global creada para impedir la repetición de lo vivido durante la Segunda Guerra Mundial, esto marca un antes y un después para la humanidad.
Para concluir con lo que fue el punto de partida, el colapso ambiental, un nuevo paso decisivo hacia el precipicio que pone en riesgo la vida, se ha dado en estas últimas semanas con las políticas del segundo gobierno de Trump. Cumpliendo fielmente tanto con sus propias convicciones negacionistas, como con los compromisos adquiridos con los empresarios de la industria de los combustible fósiles que apoyaron su campaña electoral con centenares de millones de dólares, desde el primer día de su nuevo gobierno, Trump anunció una reorientación radical de las políticas ambientales y energéticas del país.
Declaró, sin fundamento alguno, que había una crisis energética, cuando Estados Unidos es el principal productor y uno de los principales exportadores de petróleo en el mundo; mediante decreto ejecutivo declaró la “liberación de la energía estadounidense” con el fin de eliminar las regulaciones ambientales, consideradas como un obstáculo por la industria para su expansión, y garantizar para los Estados Unidos el dominio energético global.
De decenas de decretos ejecutivos de los primeros dos meses de su nuevo gobierno orientados por estos objetivos, solo mencionaré algunos con el fin de trasmitir la profundidad de las alteraciones en marcha. Nuevamente retiró a los Estados Unidos del Acuerdo de París; le exigió a la Agencia de Protección Ambiental que reconsidere su decisión del año 2009, de acuerdo a la cual los gases de efecto invernadero son peligrosos; ha comenzado a desmontar en forma acelerada la amplia estructura jurídica-institucional de protección ambiental que se había construido durante el último medio siglo, despidiendo a miles de sus empleados; dio luz verde para la explotación de hidrocarburos en Alaska; ordenó a las agencias federales que anularan todas las regulaciones que discriminen contra la producción de lo que denominó como el “hermoso, limpio carbón”, y se abriesen nuevos territorios federales para su explotación; suspendió los permisos para la generación de energía eólica en territorios federales, tanto en tierra como mar afuera; prohibió toda referencia al cambio climático en las páginas web del gobierno federal; suspendió el programa federal de instalación de estaciones de recarga para vehículos eléctricos; eliminó los programas de justicia climática del Ministerio de Justicia; flexibilizó las normas de eficiencia energética en los artefactos domésticos; congeló un programa federal de miles de millones de dólares para apoyar el uso de energías renovables en los hogares; retiró el financiamiento federal a todo proyecto que mencione el clima.
Si esta política fuese implementada en un país pequeño no pasaría de ser un evento anecdótico. Llevada a cabo en los Estados Unidos, constituye un severo riesgo para la sobrevivencia misma de la humanidad.
Es esta la realidad que nos ha tocado vivir. Reconocerlo nos obliga a interrogarnos: ¿dónde están las debilidades, las fisuras, los quiebres, de esta distopía? Y preguntarnos, igualmente si, a pesar de todo, podemos, más allá del horizonte actual, imaginar que otro mundo es posible.
Universidad de Buenos Aires, 25 de abril 2025