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Cada vez hay más pedidos políticos de seguridad climática como respuesta al empeoramiento de los impactos del cambio climático, pero hay muy poco análisis crítico sobre qué tipo de seguridad se ofrece y a quiénes. Esta guía desmitifica el debate y destaca el papel de las fuerzas armadas en provocar la crisis climática, los peligros de que ahora sean ellas quienes brinden soluciones a los impactos climáticos, los intereses de las empresas que lucran con ello, los efectos en las personas más vulnerables y las propuestas de alternativas para una "seguridad" basada en la justicia.
La seguridad climática es un marco político y normativo que analiza el impacto que tiene el cambio climático en la seguridad. Ese marco prevé que los fenómenos meteorológicos extremos y la inestabilidad climática generados por el aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) provocarán trastornos en los sistemas económicos, sociales y ambientales y, por lo tanto, socavarán la seguridad. Surgen las siguientes interrogantes: ¿de qué tipo de seguridad se trata y a quiénes se beneficia?
El impulso tras la ‘seguridad climática’ y su demanda surgen de un poderoso aparato militar y de seguridad nacional, en particular de los países más ricos. Esto significa que la seguridad se percibe en función de las ‘amenazas’ que representa para sus operaciones militares y su ‘seguridad nacional’, un término que lo abarca y que básicamente se refiere al poderío económico y político de un país.
En este marco, la seguridad climática examina las amenazas directas que se perciben contra la seguridad de un país, como es el caso de las consecuencias para las operaciones militares; por ejemplo, el aumento del nivel del mar afecta las bases militares o el calor extremo impide las operaciones militares. También analiza las amenazas indirectas o las formas en que el cambio climático agravaría las tensiones, los conflictos y la violencia existentes, que podrían extenderse o afectar a otros países. Entre estas se incluyen la aparición de ‘escenarios’ de guerra nuevos, como el Ártico, donde el deshielo deja al descubierto recursos minerales nuevos, así como disputas por el control entre las principales potencias. El cambio climático se define como un ‘multiplicador de amenazas’ o un ‘catalizador de conflictos’. Las narrativas sobre la seguridad climática suelen prever, según las palabras de una estrategia del Departamento de Defensa de Estados Unidos, “una era de conflicto persistente... un entorno de seguridad mucho más ambiguo e impredecible que el que se enfrentó durante la Guerra Fría”.
La seguridad climática se integra cada vez más en las estrategias de seguridad nacional y es adoptada de forma más amplia por organizaciones internacionales como las Naciones Unidas y sus organismos especializados, así como por los movimientos sociales, el mundo académico y los medios de comunicación. Solo en 2021, el presidente de Estados Unidos, Joseph Biden, declaró el cambio climático una prioridad de la seguridad nacional de su país, la OTAN elaboró un plan de acción sobre clima y seguridad, el Reino Unido anunció que se pasaba a un sistema de “defensa preparada para el clima”, el Consejo de Seguridad de la ONU celebró un debate de alto nivel sobre clima y seguridad, y está previsto que la seguridad climática sea un tema importante en la agenda de la conferencia COP26 en noviembre en Glasgow.
Como se explora en esta aproximación al tema, darle a la crisis climática el marco de un problema de seguridad resulta profundamente problemático ya que, en última instancia, refuerza un enfoque militarizado del cambio climático que probablemente agudice las injusticias para quienes serán las personas más afectadas por la crisis en ciernes. El peligro de las soluciones basadas en la seguridad radica en que, por definición, buscan asegurar lo que existe: un statu quo injusto. La respuesta basada en la seguridad considera una ‘amenaza’ a cualquiera que pueda alterar el statu quo, como los refugiados, o que se opongan directamente a él, como los activistas climáticos. También excluye otras soluciones de tipo colaborativo para la inestabilidad. La justicia climática, por el contrario, nos obliga a revertir y transformar los sistemas económicos que provocaron el cambio climático, dándoles prioridad a las comunidades que están en la primera línea de la crisis y anteponiendo sus soluciones.
La seguridad climática se nutre de la historia más extensa que ha tenido el discurso sobre seguridad ambiental en los círculos académicos y de formulación de políticas que, desde las décadas de 1970 y 1980, examina los vínculos entre el ambiente y los conflictos y, en ocasiones, presiona a los responsables de la adopción de decisiones para que integren las inquietudes de índole ambiental a las estrategias de seguridad.
La seguridad climática se introdujo en el ámbito de las políticas (y de la seguridad nacional) en 2003, con un estudio que el Pentágono encargó a Peter Schwartz, un ex planificador de la empresa Royal Dutch Shell, y a Doug Randall, de Global Business Network, una consultora de Estados Unidos. Ambos advirtieron que el cambio climático podría conducir a una nueva Edad Media: “A medida que se desaten la hambruna, las enfermedades y las catástrofes derivadas del clima debido al cambio climático abrupto, las necesidades de muchos países excederán su capacidad de carga. Eso generará una sensación de desesperación, que probablemente desemboque en una agresión ofensiva para recuperar el equilibrio... Las perturbaciones y los conflictos serán características endémicas de la vida”. El mismo año, en un lenguaje menos hiperbólico, la ‘Estrategia de Seguridad Europea’ de la Unión Europea (UE) señaló al cambio climático como un problema de seguridad.
Desde entonces, la seguridad climática se ha integrado cada vez más a la planificación de la defensa, las evaluaciones de inteligencia y los planes operativos militares de un número creciente de países de renta alta, incluidos Estados Unidos, Reino Unido, Australia, Canadá, Alemania, Nueva Zelanda y Suecia, además de la UE en general. Lo que la distingue de los planes de acción climática a nivel nacional es el foco puesto en las consideraciones militares y de seguridad nacional.
Para las entidades militares y de seguridad nacional, el foco puesto en el cambio climático refleja la convicción de que todo planificador racional puede ver que el problema se está agravando y que afectará a su sector. Las fuerzas armadas son de las pocas instituciones que planifican a largo plazo, para asegurar la continuidad de su capacidad de librar conflictos armados y de su preparación para los contextos cambiantes en los que lo hace. La institución también tiende a examinar los peores escenarios de una manera diferente a la de los planificadores sociales, lo que puede ser una ventaja en cuanto al cambio climático.
El secretario de Defensa de Estados Unidos, Lloyd Austin, resumió en 2021 el consenso de los militares estadounidenses sobre el cambio climático: “Nos enfrentamos a una crisis climática grave y creciente que amenaza nuestras misiones, planes y capacidades. Del incremento de la competencia en el Ártico a la migración masiva en África y América Central, el cambio climático está contribuyendo a la inestabilidad y nos impulsa a misiones nuevas”.
De hecho, el cambio climático ya afecta directamente a las fuerzas armadas. Un informe del Pentágono de 2018 reveló que la mitad de 3500 zonas militares padecían los efectos de seis categorías clave de fenómenos meteorológicos extremos, como marejadas ciclónicas, incendios forestales y sequías.
Esta experiencia con los impactos del cambio climático y el ciclo de planificación a largo plazo distanció a las fuerzas de seguridad nacionales de muchos de los debates ideológicos y del negacionismo referidos al cambio climático. Eso significó que, incluso durante la presidencia de Donald Trump (2017-2021), las fuerzas armadas siguieron adelante con sus planes de seguridad climática, aunque en público los minimizaran para no atraer las críticas negacionistas.
La determinación de controlar cada vez más los riesgos y amenazas potenciales impulsa el foco de la seguridad nacional referido al cambio climático, lo que significa que busca integrar todos los aspectos de la seguridad del Estado para lograrlo. Esto hizo que aumentaran los fondos destinados a cada rama coercitiva del Estado durante varias décadas. El especialista en seguridad Paul Rogers, profesor emérito de Estudios por la Paz de la Universidad de Bradford, en el Reino Unido, denomina ‘liddism’ (o sea, mantener las cosas bajo control) a la estrategia, que es “tanto generalizada como acumulativa, que implica un esfuerzo intenso por desarrollar tácticas y tecnologías nuevas que eviten problemas y los supriman”. La tendencia se aceleró desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 y el surgimiento de tecnologías algorítmicas alentó a los organismos de seguridad nacional a monitorear, anticipar y, en lo posible, controlar todas las eventualidades.
Si bien los organismos de seguridad nacional lideran el debate y fijan la agenda en materia de seguridad climática, también hay un número creciente de organizaciones no militares y movimientos sociales que abogan por prestarle mayor atención a la seguridad climática. Entre ellas se incluyen grupos de expertos en política exterior como el Brookings Institute y el Consejo de Relaciones Exteriores (CFR), de Estados Unidos, el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS) y Chatham House, del Reino Unido, el Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo (SIPRI), Clingendael (Países Bajos), el Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas (Francia), Adelphi (Alemania) y el Instituto Australiano de Política Estratégica. Uno de los principales defensores de la seguridad climática en el mundo es el Centro para el Clima y la Seguridad (CCS), un instituto de investigación con sede en Estados Unidos que mantiene lazos estrechos con el sector militar y de seguridad, así como con las jerarquías del Partido Demócrata. Varios de estos institutos, junto con militares de alto rango, fundaron el Consejo Militar Internacional sobre Clima y Seguridad (IMCCS) en 2019.
Soldados estadounidenses conducen vehículo en medio de inundaciones en Fort Ranson en 2009. Crédito: Foto del Ejército de los Estados Unidos/Sargento mayor David H. Lipp
Los organismos de seguridad nacional de los países industrializados de renta alta, y en especial sus servicios militares y de inteligencia, planifican para el cambio climático de dos maneras esenciales: mediante la investigación y predicción de escenarios futuros de riesgos y amenazas según distintas hipótesis de aumento de temperatura; y mediante la aplicación de planes para la adaptación climática de su sector militar. Estados Unidos marca la tendencia en la planificación de la seguridad climática, debido a su tamaño y hegemonía (Washington gasta más en la defensa que los 10 países que le siguen, tomados en conjunto).
Esto incluye a todos los organismos de seguridad relevantes, en especial a los militares y de inteligencia, en el análisis de los impactos existentes y esperados para las capacidades militares de un país, su infraestructura y el contexto geopolítico en el que opera. Hacia el final de su mandato en 2016, el presidente estadounidense Barack Obama fue más allá al indicar a todos sus departamentos y organismos “que se aseguren de que los impactos relacionados con el cambio climático estén considerados plenamente en el desarrollo de la doctrina, las políticas y los planes de seguridad nacional”. En otras palabras, que el marco de seguridad nacional sea central en la totalidad de la planificación climática. El Gobierno de Trump dio marcha atrás en este sentido, pero el de Biden retomó donde había quedado Obama y ordenó al Pentágono que colaborara con el Departamento de Comercio, la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica, la Agencia de Protección Ambiental, el Director de Inteligencia Nacional, la Oficina de Políticas sobre Ciencia y Tecnología y otros organismos con el fin de desarrollar un análisis de riesgo climático.
Se utilizan diversas herramientas de planificación, pero a largo plazo las fuerzas armadas confían desde hace tiempo en el uso de escenarios para evaluar los diferentes futuros posibles y determinar si el país tiene las capacidades necesarias para lidiar con los diversos niveles de amenaza potencial. El influyente informe de 2007, Era de las consecuencias: Las repercusiones del cambio climático mundial en la política exterior y la seguridad nacional, es un ejemplo característico, ya que describe tres escenarios de impactos para la seguridad nacional de Estados Unidos según posibles aumentos de la temperatura mundial de 1.3, 2.6 y 5.6 grados. Estos escenarios se basan tanto en la investigación académica –por ejemplo, del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) – como en informes de inteligencia. De esta manera, las fuerzas armadas desarrollan planes y estrategias y comienzan a integrar el cambio climático en sus ejercicios de modelización, simulación y juegos de guerra. Por ejemplo, el Mando Europeo de Estados Unidos se prepara para una mayor inestabilidad geopolítica y posibles conflictos en el Ártico a medida que el hielo marino se derrite y crece el transporte marítimo internacional y la prospección petrolera en la región. En Oriente Medio, el Mando Central de Estados Unidos incluye la escasez de agua como un factor en sus planes de campaña futuros.
Otros países de renta alta siguieron el ejemplo y adoptaron el enfoque de Washington, que considera el cambio climático como un ‘multiplicador de amenazas’, pero poniendo énfasis en aspectos distintos. La UE, por ejemplo, que no tiene un mandato de defensa colectiva para sus 27 Estados miembros, enfatiza la necesidad de tener más investigación, monitoreo y análisis, más integración en estrategias regionales y planes diplomáticos con sus vecinos, el fortalecimiento de las capacidades para la gestión de crisis y de respuesta ante catástrofes y el fortalecimiento de la gestión migratoria. La estrategia para 2021 del Ministerio de Defensa del Reino Unido establece como objetivo principal “poder luchar y ganar en entornos físicos cada vez más hostiles e implacables”, pero también desea poner énfasis en sus colaboraciones y alianzas internacionales.
Como parte de sus preparativos, las fuerzas armadas también buscan asegurar su operatividad en un futuro caracterizado por el clima extremo y el aumento del nivel del mar. No es poca cosa. Las fuerzas armadas de Estados Unidos identificaron 1774 bases expuestas al aumento del nivel del mar. Una de ellas, la Estación Naval de Norfolk, en Virginia, es uno de los mayores centros militares del mundo y padece inundaciones anuales.
Aparte de adaptar sus instalaciones, las fuerzas armadas de Estados Unidos y de otros países de la OTAN también se mostraron comprometidas a ‘ecologizar’ sus instalaciones y operaciones. Eso generó un incremento en la instalación de paneles solares en las bases militares, de combustibles alternativos en el transporte marítimo y de equipos que funcionan con energía renovable. El Gobierno británico informó que se fijó la meta para que todos sus aviones militares tengan 50 % de fuentes de combustible sostenibles y el Ministerio de Defensa se comprometió a tener “cero emisiones netas para 2050”.
Aunque estas medidas se anuncian como indicios de la ‘ecologización’ de las fuerzas armadas (algunos informes se parecen mucho al ecoblanqueo corporativo), la motivación más apremiante para que el sector militar adopte las energías renovables es la vulnerabilidad que le generó la dependencia de los combustibles fósiles. El transporte de este combustible para mantener en funcionamiento sus hummers, tanques, barcos y aviones es uno de los mayores quebraderos de cabeza logísticos para las fuerzas armadas estadounidenses y fue una fuente de gran vulnerabilidad durante la ocupación de Afganistán, ya que el ejército del Talibán atacó con frecuencia los barcos petroleros que abastecían a las fuerzas estadounidenses. Un estudio del ejército de Estados Unidos concluyó que en Irak se sufría una baja cada 39 convoyes de combustible, pero en Afganistán se producía una cada 24. A largo plazo, la eficiencia energética, los combustibles alternativos, las unidades de telecomunicaciones que funcionan con energía solar y las tecnologías renovables en general presentan la perspectiva de unas fuerzas armadas menos vulnerables, más flexibles y eficaces. El exsecretario de la Armada de Estados Unidos, Ray Mabus, lo expresó con franqueza: “Avanzamos hacia los combustibles alternativos en la Armada y el cuerpo de Marines por una razón principal, y es para hacernos mejores combatientes”.
Sin embargo, resultó bastante más difícil reemplazar el consumo de petróleo en el transporte militar (aéreo, naval, terrestre) que constituye la mayor parte del uso militar de combustibles fósiles. En 2009, la Armada de los Estados Unidos anunció su ‘Gran Flota Verde’, comprometiéndose con la meta de reducir a la mitad la energía consumida de fuentes no fósiles para 2020. Pero la iniciativa quedó por el camino, al quedar en evidencia que no existían los suministros de agrocombustibles necesarios, ni siquiera con una enorme inversión militar para expandir la industria. La iniciativa sucumbió debido al aumento vertiginoso de los costos y la oposición política. Aunque hubiera prosperado, hay pruebas considerables que señalan que el uso de biocombustibles tiene costos ambientales y sociales (como la subida de precios de los alimentos) que socavan su pretensión de ser una alternativa ‘verde’ del petróleo.
Aparte del enfrentamiento militar, las estrategias de seguridad nacional también se ocupan del despliegue del ‘poder blando’: diplomacia, coaliciones y colaboraciones internacionales, y trabajo humanitario. Por tanto, la mayoría de las estrategias de seguridad nacional también utilizan el lenguaje de la seguridad humana como parte de sus objetivos y hablan de medidas preventivas, prevención de conflictos, etc. Por ejemplo, la estrategia de seguridad nacional del Reino Unido de 2015 incluso se refiere a la necesidad de abordar algunas de las causas fundamentales de la inseguridad: “Nuestro objetivo a largo plazo es fortalecer la resiliencia de los países pobres y frágiles ante las catástrofes, los shocks y el cambio climático. Esto salvará vidas y reducirá el riesgo de inestabilidad. También es mucho más rentable invertir en preparación y resiliencia ante las catástrofes que responder después del evento”. Estas son palabras sabias, pero no se manifiestan en la forma en que se organizan los recursos. En 2021, el Gobierno del Reino Unido recortó GBP 4000 millones de su presupuesto de ayuda exterior, de 0,7 % a 0,5 % de su ingreso nacional bruto, supuestamente de forma temporal para reducir el volumen de préstamos y enfrentar la crisis de la COVID-19, pero poco después de aumentar el gasto militar en GBP 16 500 millones, lo que equivale a un crecimiento anual del 10 %.
El problema fundamental cuando se considera el cambio climático como un asunto de seguridad es que se responde a una crisis provocada por la injusticia sistémica con soluciones de ‘seguridad’, configuradas en una ideología e instituciones concebidas para buscar el control y la continuidad. En esta época en que controlar el cambio climático y garantizar una transición justa exigen la redistribución radical del poder y la riqueza, la estrategia de seguridad busca perpetuar el statu quo. En el proceso, la seguridad climática genera seis consecuencias principales.
1. Oculta o desvía la atención de las causas del cambio climático, lo que frena los cambios necesarios a un status quo injusto. Al centrarse en las respuestas a los impactos del cambio climático y las intervenciones de seguridad que podrían ser necesarias, se desvía la atención de las causas de la crisis climática: el poder de las empresas y países que más contribuyen a provocar el cambio climático, el papel de las fuerzas armadas (uno de los mayores emisores institucionales de GEI), y las políticas económicas, como los tratados de libre comercio, que agravan la vulnerabilidad de muchas personas ante los cambios derivados del clima. Ignora la violencia intrínseca del modelo económico de extracción globalizado, presupone y apoya implícitamente la concentración de poder y riqueza, y busca detener los conflictos y la ‘inseguridad’ resultantes. Tampoco cuestiona el papel de los propios organismos de seguridad en la defensa de un sistema injusto. Si bien los estrategas de seguridad climática señalan la necesidad de abordar las emisiones de GEI que genera el sector militar, eso nunca llega a reclamar el cierre de la infraestructura militar o la reducción radical de las fuerzas armadas y el presupuesto destinado a la seguridad y, de esa manera, pagar los compromisos existentes y brindar financiación climática a los países en desarrollo para que inviertan en programas alternativos, como un Nuevo Pacto Verde Mundial.
2. Fortalece una industria y un aparato militares y de seguridad en auge que alcanzaron una riqueza y un poder sin precedentes tras el 11 de septiembre de 2001. La inseguridad climática pronosticada se convirtió en una nueva excusa ilimitada para el gasto militar y de seguridad y para las medidas de emergencia que eluden las normas democráticas. Casi todas las estrategias de seguridad climática describen un panorama de inestabilidad cada vez mayor, lo que exige una respuesta de seguridad. Como expresó el contralmirante de la Armada de Estados Unidos David Titley: “Es como verse envuelto en una guerra que dura 100 años”. Titley lo planteó como un argumento a favor de la acción climática, pero por defecto también es un argumento por el aumento cada vez mayor del gasto militar y en seguridad. En este sentido, sigue una larga tendencia de los militares que buscan justificaciones nuevas para la guerra, incluso para combatir el consumo de drogas, el terrorismo, los piratas informáticos, etc., lo que llevó a que los presupuestos del gasto militar y de seguridad crecieran rápidamente en todo el mundo. Los llamamientos del Estado a la seguridad, inmersos en un lenguaje de enemigos y amenazas, también se utilizan para justificar medidas de emergencia, como el envío de tropas y la promulgación de leyes de emergencia que eluden los organismos democráticos y restringen las libertades civiles.
3. Transfiere la responsabilidad de la crisis climática a sus víctimas, calificándolas de ‘riesgos’ o ‘amenazas’. Al considerar la inestabilidad que provoca el cambio climático, los defensores de la seguridad climática advierten sobre el peligro de implosión de los Estados, lugares que se vuelven inhabitables y personas que deben migrar o recurren a la violencia. En el proceso, quienes tienen la menor responsabilidad por el cambio climático son los más afectados y también son vistos como ‘amenazas’. Es una injusticia triple. Se aplica una larga tradición de narrativas de seguridad por la cual el enemigo siempre está en otra parte. Como señalara la profesora Robyn Eckersley, “las amenazas ambientales son algo que los extranjeros les hacen a los estadounidenses o al territorio estadounidense”, y jamás son provocadas por las políticas internas de Estados Unidos y sus aliados.
4. Refuerza los intereses empresariales. En la época colonial, e incluso antes, la seguridad nacional se identificaba con la defensa de los intereses de las empresas. En 1840, el ministro de Relaciones Exteriores del Reino Unido, Lord Palmerston, fue inequívoco: “Es tarea del Gobierno abrir y asegurar los caminos para el comerciante”. Este enfoque sigue guiando la política exterior de la mayoría de los países en la actualidad, y se ve reforzado por el creciente poder de la influencia empresarial en el gobierno, el mundo académico, institutos de políticas y organismos intergubernamentales como la ONU o el Banco Mundial. Esto se ve reflejado en muchas estrategias de seguridad nacional relacionadas con el clima que expresan una preocupación particular por las consecuencias del cambio climático en las rutas marítimas, las cadenas de suministro y los impactos climáticos extremos en los centros económicos. La seguridad de las mayores empresas transnacionales se redunda automáticamente en la seguridad del país entero, aunque esas mismas transnacionales, como las petroleras, sean las principales contribuyentes de la inseguridad.
5. Genera inseguridad. El despliegue de fuerzas de seguridad suele generar inseguridad para el resto. Esto ha sido evidente, por ejemplo, en la invasión y ocupación militar de Afganistán, liderada por Estados Unidos y apoyada por la OTAN durante 20 años. Lanzada con la promesa de seguridad contra el terrorismo, sin embargo terminó alimentando una guerra interminable, conflictos, el regreso del Talibán, y posiblemente el surgimiento de fuerzas terroristas nuevas. De manera similar, la policía en Estados Unidos y otros países suele crear mayor inseguridad para las comunidades marginadas que padecen la discriminación, la vigilancia y la muerte con el fin de mantener la seguridad de las clases adineradas propietarias. Los programas de seguridad climática liderados por las fuerzas de seguridad no serán ajenos a esta dinámica. Como lo resume Mark Neocleous: “Toda seguridad se define en relación con la inseguridad. Todo llamado a la seguridad no solo debe implicar la especificación del miedo que lo genera, sino que ese miedo (inseguridad) exige las contramedidas (seguridad) para neutralizar, eliminar o constreñir a la persona, grupo, objeto o condición que genera el miedo”.
6. Socava otras formas de lidiar con los impactos climáticos. Cuando la seguridad se convierte en el marco contextual, las interrogantes que surgen siempre son qué es lo que está inseguro, en qué medida y qué intervenciones de seguridad podrían funcionar, y nunca si la seguridad debería ser la estrategia siquiera. El asunto se establece en un binario de amenaza versus seguridad, que requiere la intervención del Estado y, a menudo, justifica acciones extraordinarias ajenas a las normas de la toma de decisiones democrática. Así se descartan otras estrategias, como aquellas que procuran analizar causas más sistémicas o centradas en valores diferentes (por ejemplo, de justicia, soberanía popular, alineación ecológica, justicia restaurativa), o basadas en diferentes organismos y enfoques (por ejemplo, el liderazgo de la salud pública, soluciones basadas en los bienes comunes o en la comunidad). También reprime a los mismos movimientos que reclaman estas estrategias alternativas y desafían los sistemas de injusticia que perpetúan el cambio climático.
Soldados estadounidenses observan la quema de yacimientos petrolíferos tras la invasión de Estados Unidos en 2003. Crédito: Arlo K. Abrahamson/Armada de los Estados Unidos
Tras la estrategia militarizada de la seguridad climática subyace un sistema patriarcal que normaliza los medios militares para resolver los conflictos y la inestabilidad. El patriarcado está profundamente arraigado en las estructuras militares y de seguridad. Se evidencia más en el liderazgo y el predominio masculino en las fuerzas militares y paramilitares del Estado, pero también es inherente a la forma en que se concibe la seguridad, el privilegio que los sistemas políticos otorgan a los militares y la forma en que el gasto y las intervenciones militares casi no se cuestionan, aunque no cumplan con sus promesas.
Los conflictos armados y las respuestas militarizadas a las crisis repercuten más en las mujeres y las personas LGBT+, que también soportan una carga mayor al lidiar con las consecuencias de crisis tales como el cambio climático.
En particular, las mujeres están a la vanguardia de los movimientos por el clima y por la paz. Por ese motivo hace falta una crítica feminista de la seguridad climática, y buscar soluciones feministas. Como argumentan Ray Acheson y Madeleine Rees, de la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad: “Sabiendo que la guerra es la forma máxima de inseguridad humana, las feministas abogan por soluciones a largo plazo a los conflictos y apoyan una agenda de paz y seguridad que protege a todos los pueblos”.
A pesar de estas inquietudes, varias organizaciones ambientalistas y de otro tipo han impulsado políticas de seguridad climática, como el Fondo Mundial para la Naturaleza, Environmental Defense Fund y The Nature Conservancy, de Estados Unidos, y E3G, de Europa. El grupo de acción directa de base Extinction Rebellion Netherlands, de Países Bajo, incluso invitó a un destacado general holandés a escribir sobre la seguridad climática en su manual ‘rebelde’.
Cabe destacar que, dadas las distintas interpretaciones que existen sobre la seguridad climática, algunos grupos quizá no expresen la misma perspectiva que los organismos de seguridad nacional. El politólogo Matt McDonald identifica cuatro perspectivas diversas de la seguridad climática, que varían según en la seguridad de quién se centran: las ‘personas’ (seguridad humana), las ‘naciones-Estado’ (seguridad nacional), la ‘comunidad internacional’ (seguridad internacional) y el ‘ecosistema’ (seguridad ecológica). Superpuestos con una combinación de estas perspectivas están los programas emergentes de prácticas de seguridad climática, que son intentos de mapear y articular políticas que podrían proteger la seguridad humana y prevenir conflictos.
Las demandas de los movimientos sociales reflejan esta diversidad de puntos de vista y, en la mayoría de los casos, se preocupan por la seguridad humana, pero algunos pretenden captar a los militares como aliados y están dispuestos a utilizar el marco de la ‘seguridad nacional’ para lograrlo. Al parecer, se basan en la convicción de que esa alianza lograría recortar las emisiones militares de GEI, ayudaría a recabar el apoyo político de fuerzas políticas que suelen ser más conservadoras para la adopción de medidas climáticas más audaces y, de esta manera, presionar para que el cambio climático se instale en los circuitos de ‘seguridad’ del poder, donde finalmente tendrá la prioridad debida.
A veces, los Gobiernos, como el de Tony Blair en el Reino Unido (1997-2007) y el de Obama en Estados Unidos (2008-2016), también utilizan las narrativas de seguridad como una estrategia para que los actores estatales reacios se comprometan con la acción climática. Como argumentó en 2007 la ministra de Relaciones Exteriores del Reino Unido, Margaret Beckett, en ocasión del primer debate sobre seguridad climática en el Consejo de Seguridad de la ONU: “Cuando la gente habla de problemas de seguridad, lo hace en términos cualitativamente diferentes a los de otros tipos de problemas. La seguridad es vista como una exigencia y no como opción... señalar los aspectos de seguridad del cambio climático cumple el papel de impulsar a los gobiernos que aún no han tomado medidas”.
Sin embargo, al hacerlo se difuminan y fusionan perspectivas de seguridad muy diferentes. Y dado el poder duro del aparato militar y de seguridad nacional, que supera con creces a cualquier otro, esto termina por reforzar la narrativa de seguridad nacional, incluso dándole un brillo humanitario o ambiental que es políticamente útil a las estrategias y operaciones militares y de seguridad, y a los intereses empresariales que buscan proteger y defender.
Los planes militares de seguridad climática incorporan supuestos fundamentales que luego determinan sus políticas y programas. Una serie de supuestos inherentes a la mayoría de las estrategias de seguridad climática señala que el cambio climático causará escasez, lo que provocará conflictos, y que serán necesarias soluciones en materia de seguridad. En este marco maltusiano, las poblaciones más empobrecidas del mundo –en especial de regiones tropicales, como la mayor parte de África subsahariana– son consideradas la fuente más probable de conflictos. Este paradigma de Escasez > Conflicto > Seguridad se refleja en innumerables estrategias, lo que no sorprende para una institución concebida para ver el mundo a través de las amenazas. El resultado, sin embargo, es un sólido hilo distópico que conduce a la planificación de la seguridad nacional. Un video de entrenamiento característico del Pentágono advierte de un mundo con “amenazas híbridas” que surgen en rincones oscuros de ciudades y que los ejércitos no podrán controlar. Esto también sucede en la realidad, como se vio en Nueva Orleans tras el paso del huracán Katrina, donde quienes intentaban sobrevivir en circunstancias de desesperación absoluta fueron tratados como combatientes enemigos y muertos a balazos en lugar de ser rescatados.
Como señaló Betsy Hartmann, esto responde a una historia más antigua de colonialismo y racismo que patologiza deliberadamente a pueblos y continentes enteros, y se complace en proyectarla hacia el futuro para justificar el despojo y la presencia militar constantes. Excluye la posibilidad de que la escasez dé pie a la colaboración, o que los conflictos tengan una resolución política. También, como se señaló anteriormente, evita intencionalmente analizar cómo la escasez, incluso en épocas de inestabilidad climática, tiene su raíz en actividades humanas y es un reflejo de una mala distribución de recursos, y no de la escasez absoluta. Y justifica la represión de movimientos que reclaman y se movilizan por el cambio del sistema porque los ve como amenazas, al suponer que cualquiera que se oponga al orden económico vigente presenta un peligro de inestabilidad.
La suposición de que el cambio climático generará conflictos está implícita en los documentos de seguridad nacional. El análisis de 2014 del Departamento de Defensa de Estados Unidos, por ejemplo, sostiene que las consecuencias del cambio climático “son multiplicadores de amenazas que agravarán factores estresantes en el exterior, como la pobreza, la degradación ambiental, la inestabilidad política y las tensiones sociales, condiciones que pueden habilitar la actividad terrorista y otras formas de violencia”.
Una mirada superficial sugiere la existencia de vínculos: 12 de los 20 países más vulnerables al cambio climático experimentan conflictos armados en la actualidad. Si bien una correlación no equivale a una causa, el análisis de más de 55 estudios sobre el tema por los profesores estadounidenses Burke, Hsiang y Miguel intentó demostrar vínculos causales, con el argumento de que, por cada subida de un grado en la temperatura, los conflictos interpersonales e intergrupales crecían 2,4 % y 11,3 %, respectivamente. Desde entonces, su metodología ha sido muy cuestionada. Un informe publicado por la revista Nature en 2019 concluyó: “La variabilidad y/o el cambio climáticos ocupan un lugar bajo en la lista clasificada de los impulsores de conflictos más influyentes en todas las experiencias hasta la fecha, y los expertos lo clasifican como el más incierto en su influencia”.
En la práctica resulta difícil separar el cambio climático de otros factores causales que generan conflictos, y hay escasa evidencia que indique que las consecuencias del cambio climático llevarán necesariamente a la gente a recurrir a la violencia. De hecho, a veces la escasez puede reducir la violencia ya que las personas se ven obligadas a cooperar entre ellas. Por ejemplo, una investigación en las tierras áridas del distrito de Marsabit, en el norte de Kenia, concluyó que en períodos de sequía y escasez de agua la violencia era menos frecuente ya que las comunidades de pastores empobrecidos se inclinaban aún menos a iniciar conflictos en esos momentos, y también tenían regímenes de propiedad colectiva fuertes pero flexibles que regulaban el agua y les ayudaban a adaptarse a la escasez.
Queda claro que lo que más determina el estallido de conflictos son tanto las desigualdades subyacentes inherentes en este mundo globalizado (herencia de la Guerra Fría y la globalización profundamente desigual), como las respuestas políticas problemáticas a las situaciones de crisis. Las intervenciones torpes o manipuladoras de las élites suelen ser uno de los motivos por las que una situación difícil se convierte en un conflicto y, en última instancia, en una guerra. Un estudio financiado por la UE sobre los conflictos en el Mediterráneo, el Sahel y Oriente Medio reveló, por ejemplo, que las causas principales de los conflictos en estas regiones no eran las condiciones hidroclimáticas, sino los déficits democráticos, el desarrollo económico distorsionado e injusto y los mediocres intentos de adaptación al cambio climático que terminan por agravar la situación.
Siria es otro ejemplo similar. Muchos relatos de militares revelan cómo la sequía en la región derivada del cambio climático provocó la migración del campo a la ciudad y la guerra civil resultante. Sin embargo, quienes estudiaron más de cerca la situación concluyen que el recorte de los subsidios agrícolas, una medida neoliberal del Gobierno de Bashar al Assad, tuvo un impacto mucho mayor en esa migración que la sequía. Pero difícilmente podremos hallar un analista militar que atribuya la guerra al neoliberalismo. Además, no hay evidencia de que la migración haya tenido algo que ver con la guerra civil. La población migrante de la región afectada por la sequía no participó en gran medida en las protestas de 2011, y las demandas de los manifestantes no estaban relacionadas directamente con la sequía ni la migración. Las protestas pacíficas se transformaron en una guerra civil prolongada gracias a que Assad decidió optar por la represión en lugar de adoptar reformas como respuesta a los reclamos de democratización, además del rol de actores externos, como Estados Unidos.
También hay evidencia que indica que la probabilidad de conflictos puede crecer de consolidarse el paradigma clima-conflicto. Este impulsa la carrera armamentista, distrae de otros factores causales que generan conflictos y socava otras estrategias para la resolución de conflictos. Por ejemplo, el creciente recurso al discurso y la retórica militar y estatista sobre las corrientes de agua transfronteriza entre India y China debilitó los sistemas diplomáticos existentes para compartir el agua e hizo más probable el conflicto en la región.
Véase también: ‘Rethinking Climate Change, Conflict and Security’, Geopolitics, Special Issue, 19(4). https://www.tandfonline.com/toc/fgeo20/19/4
Se suele culpar a la guerra de Siria por el cambio climático, de una manera simplista, sin tener pruebas suficientes. Al igual que en la mayoría de los conflictos, las causas más importantes surgieron de la respuesta represiva del Gobierno de Siria a las protestas y al papel de actores externos en fomentar el conflicto. Foto de Azaz, Siria. Crédito: Christiaan Triebert (CC BY 2.0)
La percepción de la ‘amenaza’ de la migración masiva domina las narrativas sobre seguridad climática. Para el influyente informe estadounidense de 2007, Era de las consecuencias: Las repercusiones del cambio climático mundial en la política exterior y la seguridad nacional, la migración a gran escala es “quizá el problema más preocupante asociado con el aumento de las temperaturas y el nivel del mar”, y advierte que “desencadenará serias inquietudes de seguridad y disparará las tensiones regionales”. Un informe de la UE de 2008, Cambio climático y seguridad internacional, clasificó a la migración provocada por el clima como el cuarto problema de seguridad en importancia, después de los conflictos por los recursos, los daños económicos a las ciudades/costas y las disputas territoriales. El informe reclamó “mayor desarrollo de una política migratoria europea integral”, en vista del “estrés migratorio adicional que desencadena el ambiente”.
Estas advertencias potenciaron las fuerzas y dinámicas a favor de la militarización de las fronteras que, incluso sin advertencias climáticas, ya eran hegemónicas en las políticas fronterizas del planeta. Las respuestas cada vez más draconianas ante la migración debilitaron sistemáticamente el derecho internacional al asilo y provocaron un sufrimiento incalculable de los pueblos desplazados, que soportan viajes cada vez más peligrosos cuando huyen de sus países de origen en busca de asilo así como entornos cada vez más ‘hostiles’ cuando lo logran.
El miedo que se ha sembrado contra los ‘migrantes del clima’ también coincide con la guerra mundial contra el terrorismo, que fomentó y legitimó el refuerzo gradual y constante de las medidas de seguridad y el gasto del Estado. De hecho, numerosas estrategias de seguridad climática equiparan la migración con el terrorismo y advierten que los migrantes en Asia, África, América Latina y Europa serán terreno fértil para la radicalización y el reclutamiento por parte de grupos extremistas. Estas ideas refuerzan las narrativas que apuntan a los migrantes como amenazas y sugieren una probable intersección entre la migración y los conflictos, la violencia e incluso el terrorismo, lo que generará inevitablemente Estados fallidos y caos contra los cuales los países ricos tendrán que defenderse.
No mencionan que el cambio climático puede limitar en vez de provocar la migración, ya que los eventos climáticos extremos atentan incluso contra las condiciones básicas para la vida. Tampoco toman en cuenta las causas estructurales de la migración y la responsabilidad que le cabe a muchos de los países más ricos por el desplazamiento forzoso de población. La guerra y los conflictos son algunas de las principales causas de la migración, junto con la desigualdad económica estructural. Sin embargo, las estrategias de seguridad climática evaden la discusión sobre los acuerdos económicos y comerciales que generan desempleo y la pérdida de la dependencia de los alimentos básicos, como el TLCAN en México, las guerras que se libran por objetivos imperiales (y comerciales) como sucedió en Libia, o la devastación de comunidades y el ambiente que provocan las corporaciones transnacionales, como las empresas mineras canadienses en América Central y del Sur, todo lo cual fomenta la migración. Tampoco destacan cómo los países con más recursos financieros reciben el menor número de refugiados. Proporcionalmente, de los 10 países mayores receptores de refugiados solo uno, Suecia, es un país de renta alta.
La decisión de centrarse en las soluciones militares para la migración, y no en las soluciones estructurales o incluso compasivas, generó un enorme aumento en la financiación y la militarización de las fronteras en todo el mundo, en previsión del fuerte crecimiento de la migración provocada por el clima. El gasto que Estados Unidos destina a la migración y las fronteras pasó de 9.200 millones de dólares a 26.000 millones de dólares entre 2003 y 2021. La agencia de la guardia de fronteras de la UE, Frontex, aumentó su presupuesto de 5,2 millones de euros en 2005 a 460 millones de euros en 2020, y ya tiene reservados 5.600 millones de euros para el período de 2021 a 2027. Las fronteras actualmente están ‘protegidas’ por 63 muros en todo el planeta.
Y las fuerzas militares intervienen cada vez más ante los migrantes, tanto en sus fronteras nacionales como en zonas alejadas de su territorio. Estados Unidos suele enviar barcos de la armada y guardacostas para patrullar el Caribe, y desde 2005 la UE le encargó a su agencia fronteriza, Frontex, el patrullaje conjunto del Mediterráneo con las armadas de los Estados miembros y los países vecinos. Australia ha utilizado sus fuerzas para impedir que los refugiados desembarquen en sus costas. India despliega un número creciente de agentes de su Fuerza de Seguridad Fronteriza (BSF) –que tienen potestad para recurrir a la violencia– en la frontera oriental con Bangladesh, lo que la convierte en una de las zonas limítrofes más letales del mundo.
Véase también la serie completa de informes de TNI sobre políticas de fronteras y la industria de la seguridad fronteriza, Guerras de frontera, en: https://www.tni.org/es/tema/guerras-de-frontera
Felipe, B. (2021) Huir del clima. Cómo influyen la crisis climática en las migraciones humanas. CEAR/Greenpeace en https://www.cear.es/wp-content/uploads/2021/10/informe-huir-del-clima.pdf
Felipe, B. (2019) Perspectiva de género en las migraciones climáticas. Ecodes. https://migracionesclimaticas.org/documento/perspectiva-de-genero-en-las-migraciones-climaticas/
Rodier, C. (2013) El negocio de la xenofobia. Para qué sirven los controles migratorios. Clave intelectual
En lugar de recurrir al sector militar como una solución para la crisis climática, es más importante examinar cómo contribuye a la crisis climática con sus altos niveles de emisiones de GEI y su rol fundamental en el mantenimiento de la economía de los combustibles fósiles.
Un informe del Congreso de Estados Unidos indica que el Pentágono es el mayor consumidor institucional de petróleo del mundo, pero según la normativa vigente, no está obligado a tomar ninguna medida drástica de reducción de sus emisiones en consonancia con el conocimiento científico. Un estudio de 2019 calculó que las emisiones del Pentágono ascendían a 59 millones de toneladas de GEI, más que el total de emisiones conjuntas de Dinamarca, Finlandia y Suecia en 2017. La organización británica Scientists for Global Responsibility calcula que el sector militar del Reino Unido emitió 11 millones de toneladas de GEI, equivalentes a 6 millones de automóviles, y que la UE emitió 24,8 millones de toneladas, siendo la contribución de Francia un tercio del total. Estos estudios presentan estimaciones conservadoras debido a la falta de transparencia de los datos. También se supo que cinco empresas de venta de armas con sede en los estados miembros de la UE (Airbus, Leonardo, PGZ, Rheinmetall y Thales) emitieron, como mínimo, 1,02 millones de toneladas de GEI en conjunto.
El alto nivel de las emisiones de GEI de las fuerzas armadas se debe a su extensa infraestructura (la institución suele ser la mayor propietaria de la tierra en la mayoría de los países), su alcance mundial –especialmente las de Estados Unidos, que mantienen más de 800 bases militares en el planeta, muchas de las cuales participan de operaciones de contrainsurgencia que dependen del combustible– y el alto consumo de combustibles fósiles de la mayoría de los sistemas de transporte militar. Un avión de combate F-15, por ejemplo, utiliza 342 barriles (54 510 litros) de petróleo por hora, y es casi imposible de reemplazar con alternativas de energía renovable. Aviones y barcos militares tienen ciclos de vida prolongados, lo que asegura emisiones de carbono durante muchos años.
Sin embargo, el mayor impacto en las emisiones radica en el propósito dominante de las fuerzas armadas, que es asegurar el acceso de su país a los recursos estratégicos, y el funcionamiento sin tropiezos del capital, así como la gestión de la inestabilidad y las desigualdades que provoca. Esto resultó en la militarización de regiones ricas en recursos (como Oriente Medio y los Estados del Golfo y las rutas marítimas alrededor de China) y también convirtió a las fuerzas armadas en el pilar coercitivo de esta economía construida sobre el consumo de combustibles fósiles y comprometida con el crecimiento económico ilimitado.
Finalmente, el sector afecta el cambio climático a través del costo de oportunidad de invertir en las fuerzas armadas y no en la prevención del colapso climático. Los presupuestos militares casi se duplicaron desde el final de la Guerra Fría, aunque no ofrecen soluciones a las mayores crisis de la actualidad, como el cambio climático, las pandemias, la desigualdad y la pobreza. Ahora que el planeta necesita la mayor inversión posible en la transición económica para mitigar el cambio climático, se le suele decir al público que no hay recursos para hacer lo que exige la ciencia climática. En Canadá, por ejemplo, el primer ministro Justin Trudeau se jacta de sus compromisos climáticos, pero en 2020 su Gobierno destinó 27.000 millones de dólares al Departamento de Defensa Nacional, y solo 1.900 millones de dólares al Departamento de Ambiente y Cambio Climático. Hace 20 años, Canadá gastó 9.600 millones de dólares en su defensa y solo 730 millones de dólares en el ambiente y cambio climático. Así, en las últimas dos décadas, mientras la crisis climática se agrava, los países gastan más en las fuerzas armadas y sus armas que en tomar medidas que protejan al planeta de un cambio climático catastrófico.
Véase también:
Meulewaeter, C. et al. (2020), Militarismo y crisis ambiental. Una reflexión necesaria, Centre Delas. http://centredelas.org/publicacions/militarismoycrisismedioambiental/?lang=es
Históricamente, la guerra suele surgir de la lucha entre las élites por el control del acceso a fuentes de energía estratégicas. Esto es especialmente cierto en el caso de la economía del petróleo y los combustibles fósiles, que provoca guerras internacionales, guerras civiles, el surgimiento de grupos paramilitares y terroristas, conflictos por el transporte marítimo y óleo/gasoductos, y una intensa rivalidad geopolítica en regiones clave, desde Oriente Medio al océano Ártico (a medida que el hielo se derrite permite el acceso a yacimientos de gas y rutas de transporte nuevos).
Un estudio indica que entre 25 % y 50 % de las guerras interestatales desde el comienzo en 1973 de la denominada era moderna del petróleo estaban relacionadas con el petróleo, siendo la invasión de Irak liderada por Estados Unidos en 2003 un ejemplo notorio. El petróleo también lubrica, literal y metafóricamente, la industria de las armas, proporcionando tanto los recursos como el motivo para que muchos Estados se embarquen en el gasto armamentista. De hecho, hay pruebas de que los países utilizan la venta de armas para asegurar y mantener el acceso al petróleo. El mayor acuerdo de armas en la historia del Reino Unido (conocido como ‘Al-Yamamah’) se firmó en 1985 y pactó la exportación de armas a Arabia Saudita (para nada respetuosa de los derechos humanos) por muchos años, a cambio de 600.000 barriles de petróleo diarios. La empresa BAE Systems ganó decenas de miles de millones de dólares con la venta, lo que ayuda a subsidiar las compras de armas del propio Reino Unido.
En todo el planeta, la creciente demanda de productos básicos expandió la economía de extracción a regiones y territorios nuevos. Esto amenaza la propia existencia y soberanía de las comunidades locales y, por lo tanto, provoca resistencia y conflictos. La respuesta suele manifestarse en una brutal represión policial y violencia paramilitar, que en muchos países colaboran de forma estrecha con las empresas locales y transnacionales. En Perú, por ejemplo, Earth Rights International (ERI) sacó a la luz 138 acuerdos firmados entre empresas dedicadas a la extracción y la policía en el período 1995-2018, que “permiten a la policía brindar servicios de seguridad privada dentro de las instalaciones y otras áreas... de proyectos de extracción a cambio de una ganancia”. El asesinato de la activista indígena hondureña Berta Cáceres en 2016, perpetrado por paramilitares vinculados al Estado que trabajan con la empresa de represas Desa, es uno de numerosos casos en el planeta donde el nexo entre la demanda capitalista internacional, las industrias de extracción y la violencia política generan un entorno letal para el activismo y los miembros de la comunidad que se atreven a resistir. Global Witness ha documentado la creciente ola de violencia en el mundo: en 2020 registró el récord de 227 asesinatos de defensores de la tierra y el ambiente, con un promedio de más de cuatro por semana.
Véase también: Orellana, A. (2021), Neoextractivismo y violencia estatal: Defendiendo a los defensores en América Latina. Estado del poder 2021. Ámsterdam: Transnational Institute.
Berta Cáceres sostuvo “La Madre Tierra militarizada, cercada, envenenada, donde se violan sistemáticamente los derechos elementales, nos exige actuar”. Crédito: coulloud/flickr (CC BY-NC-ND 2.0)
Quizás en ningún lugar sea tan evidente la conexión entre el petróleo, el militarismo y la represión que en Nigeria. Los regímenes coloniales y los sucesivos gobiernos posteriores a la independencia utilizaron la fuerza para asegurar el flujo de petróleo y de riqueza a una pequeña élite. En 1895, una fuerza naval británica incendió la ciudad de Brass para asegurar que la Royal Niger Company retuviera el monopolio del comercio de aceite de palma por el río Níger. Se estima que 2.000 personas perdieron la vida en el incendio. Más recientemente, en 1994, el Gobierno nigeriano estableció el Grupo de Trabajo de Seguridad Interna del estado de Rivers para reprimir las protestas pacíficas en Ogoniland contra las actividades contaminantes de la empresa Shell Petroleum Development Company (SPDC). La brutal acción en Ogoniland provocó la muerte de más de 2.000 personas, y la violación y flagelación de muchas más, entre otras violaciones de derechos humanos.
El petróleo fomentó la violencia en Nigeria, en primer lugar al brindar recursos para que los regímenes militares y autoritarios tomaran el poder con la complicidad de las empresas petroleras transnacionales. Según un conocido comentario de un ejecutivo nigeriano de la Shell, “para una empresa comercial que intenta realizar inversiones, necesitas un entorno estable... Las dictaduras pueden dártelo”. Se trata de una relación simbiótica: las empresas escapan al escrutinio democrático y los militares se envalentonan y enriquecen al brindar seguridad. En segundo lugar, la distribución de los ingresos petroleros sienta las bases para el conflicto, así como la oposición a la devastación ambiental que provocan las compañías petroleras. Esto condujo a resistencias y conflictos armados en Ogoniland, que tuvieron una respuesta militar feroz y brutal.
Aunque está vigente una paz frágil desde 2009, cuando el Gobierno nigeriano acordó pagar estipendios mensuales a los exguerrilleros, persisten las condiciones para que el conflicto resurja, algo que ya es una realidad en otras regiones de Nigeria.
Fuente: Bassey, N. (2015) ‘We thought it was oil, but it was blood: Resistance to the Corporate-Military wedlock in Nigeria and Beyond’, de la colección de ensayos que acompaña a N. Buxton y B. Hayes (Eds.) (2015) Cambio Climático S.A. Cómo el poder [corporativo y militar] está moldeando un mundo de privilegiados y desposeídos ante la crisis climática. FUHEM Ecosocial y TNI.
Contaminación petrolera en la región del Delta del Níger. Crédito: Ucheke/Wikimedia (CC BY-SA 4.0)
Por su naturaleza, el militarismo y la guerra priorizan los objetivos de seguridad nacional y excluyen todo lo demás. Además se caracterizan por una forma de excepcionalismo, lo que significa que, con frecuencia, al sector militar se le da libertad de acción para ignorar incluso las normas y restricciones que protegen de forma limitada al ambiente. En consecuencia, tanto las fuerzas militares como las guerras dejaron una herencia ambiental en gran medida devastadora. Los militares utilizan grandes cantidades de combustibles fósiles, despliegan armas y artillería profundamente tóxicas y contaminantes, atacan la infraestructura (industria del petróleo, servicios de alcantarillado, etc.), dejando a su paso daños ambientales persistentes y paisajes llenos de municiones y armas tóxicas, explotadas y sin detonar.
El imperialismo estadounidense incluye una historia de destrucción ambiental, como la contaminación nuclear en curso en las Islas Marshall, el uso del defoliante químico agente naranja en Vietnam y el de uranio empobrecido en Irak y la antigua Yugoslavia. Muchos de los sitios más contaminados en Estados Unidos pertenecen a instalaciones militares y figuran en la Lista de Prioridad Nacional de la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos
Los países afectados por guerras y conflictos también sufren impactos a largo plazo debido a la ausencia de gobernanza que debilita la normativa ambiental, obliga a las personas a destruir sus propios entornos para sobrevivir y fomenta el surgimiento de grupos paramilitares que, con frecuencia, extraen recursos (petróleo, minerales, etc.) mediante prácticas ambientales sumamente destructivas y que violan los derechos humanos. No es de extrañar que en ocasiones a la guerra se la describa como ‘desarrollo sostenible a la inversa’.
Véase también: How does war damage the environment? The Conflict and Environment Observatory.
Una justificación importante para invertir en las fuerzas armadas en esta época de crisis climática es que son necesarias para actuar ante las catástrofes relacionadas con el clima, y muchos países ya recurren a sus militares en este sentido. Tras el paso del tifón Haiyan, que causó estragos en Filipinas en noviembre de 2013, las fuerzas armadas de Estados Unidos llegaron a desplegar 66 aviones militares, 12 embarcaciones navales y casi 1.000 militares para despejar carreteras, trasladar trabajadores humanitarios, distribuir suministros de socorro y evacuar personas. Durante las inundaciones de Alemania en julio de 2021, el ejército alemán [Bundeswehr] ayudó a reforzar las defensas contra el agua, rescatar personas y a limpiar cuando el agua retrocedió. En muchos países, sobre todo de renta baja y media, las fuerzas armadas quizá sean la única institución con la capacidad, el personal y la tecnología necesaria para actuar ante eventos catastróficos.
Que el sector militar desempeñe funciones humanitarias no significa que sea la mejor institución para la tarea. Hay jerarcas militares contrarios a que las fuerzas armadas participen en tareas humanitarias porque consideran que estas distraen de los preparativos para la guerra. Aunque acepten esa función, existen muchos peligros de que los militares entren a desarrollar actividades humanitarias, especialmente en situaciones de conflicto o cuando la intervención humanitaria coincide con los objetivos estratégicos militares. Como admite abiertamente Erik Battenberg, experto en política exterior de Estados Unidos, en la revista del Congreso estadounidense, The Hill, “la ayuda en casos de desastre dirigida por militares no solo es una urgencia humanitaria, sino que también puede servir para una urgencia estratégica más amplia, como parte de la política exterior estadounidense”.
Eso significa que la ayuda humanitaria viene acompañada de intenciones ocultas: en su mínima expresión proyecta un poder blando, pero a menudo busca influir activamente en regiones y países para que sirvan a los intereses de un país poderoso, incluso a costa de la democracia y los derechos humanos. Estados Unidos tiene una extensa historia de uso de la ayuda como parte de la contrainsurgencia en varias ‘guerras sucias’ de América Latina, África y Asia antes, durante y después de la Guerra Fría. En las últimas dos décadas, las fuerzas militares de Estados Unidos y la OTAN intervinieron frecuentemente en operaciones militares y civiles en Afganistán e Irak con el despliegue de fuerzas y armas, además de las tareas de ayuda y reconstrucción. En general, esto las llevó a hacer lo contrario al trabajo humanitario. En Irak, la intervención generó abusos militares, como las violaciones generalizadas de derechos humanos de los detenidos en la base militar de Bagram. Incluso en Estados Unidos, las tropas enviadas a Nueva Orleans dispararon contra los habitantes desesperados, llevadas por el racismo y el miedo.
La intervención militar también puede socavar la independencia, neutralidad y seguridad de los trabajadores civiles de ayuda humanitaria, haciéndolos más propensos a los ataques de grupos militares insurgentes. La ayuda militar con frecuencia termina siendo más cara que las operaciones de ayuda civil, al desviar los limitados recursos estatales hacia las fuerzas armadas. La tendencia generó la profunda preocupación de organizaciones como la Cruz Roja/Media Luna Roja y Médicos sin Fronteras.
Sin embargo, las fuerzas armadas prevén un papel humanitario más amplio en esta época de crisis climática. Un informe de 2010, Cambio climático: Posibles efectos sobre las demandas de asistencia humanitaria y respuesta ante catástrofes de las fuerzas armadas de Estados Unidos, del Centro para el Análisis Naval, sostiene que los factores estresantes del cambio climático exigirán no solo más asistencia militar humanitaria, sino también intervenciones militares para la estabilización de países. El cambio climático se convirtió en la nueva justificación para la guerra permanente.
No hay duda de que los países necesitarán equipos eficaces de respuesta ante las catástrofes, así como la solidaridad internacional. Pero eso no tiene por qué estar vinculado a las fuerzas armadas, sino que podría recurrirse a una fuerza civil nueva o reforzada con un propósito humanitario exclusivo que no incluya objetivos contradictorios. Cuba, por ejemplo, con recursos limitados y en condiciones de bloqueo, desarrolló una estructura de Defensa Civil altamente eficaz e incorporada a cada comunidad que, combinada con comunicaciones estatales efectivas y asesoramiento meteorológico experto, le ayudó a sobrevivir a muchos huracanes con una cantidad de heridos y muertos menor que países vecinos más ricos. Cuando el huracán Sandy pasó por Cuba y Estados Unidos en 2012, solo 11 personas murieron en la isla caribeña, frente a 157 muertos en territorio estadounidense. Alemania también tiene una estructura civil (Technisches Hilfswerk/THW, la Agencia Federal de Socorro Técnico), en su mayoría integrada por voluntarios, que generalmente se utiliza para la respuesta ante catástrofes.
Varios sobrevivientes recibieron disparos de la policía y las fuerzas militares tras el Huracán Katrina en medio de la cobertura mediática racista acerca de los saqueos. Foto de un oficial de la guardia costera observando a Nueva Orleans bajo agua. Crédito: NyxoLyno Cangemi/USCG
“Creo que [el cambio climático] es una oportunidad real para la industria [aeroespacial y de defensa]”, afirmó en 1999 Paul Drayson, entonces ministro de Ciencia e Innovación y ministro para la Reforma de Adquisiciones de Defensa Estratégica del Reino Unido. Y tenía razón. La industria de las armas y la seguridad experimentó un auge en las últimas décadas. Las ventas acumuladas de la industria de armas, por ejemplo, se duplicaron entre 2002 y 2018, de 202.000 millones de dólares a 420.000 millones de dólares, y muchas grandes empresas, como Lockheed Martin y Airbus, ampliaron su ramo de negocio a todos los ámbitos de la seguridad desde la gestión de fronteras hasta la vigilancia nacional. Y la industria prevé que el cambio climático y la inseguridad que traerá aparejada impulsarán más esas ventas. En un informe de mayo de 2021, Marketandmarkets pronosticó que el sector de la seguridad nacional tendrá pingües ganancias debido a “condiciones climáticas dinámicas, el aumento de las calamidades naturales, el énfasis del Gobierno en las políticas de seguridad”. Se calcula que el ramo de la seguridad fronteriza tendrá un crecimiento anual del 7 % y que el sector de la seguridad interior en general crecerá un 6 % anual.
La industria se beneficia de diferentes formas. Primero, busca sacar provecho de los intentos de las principales fuerzas militares de desarrollar tecnologías que no dependan de los combustibles fósiles y sean resilientes a los impactos del cambio climático. Por ejemplo, en 2010, Boeing obtuvo un contrato por 89 millones de dólares con el Pentágono para desarrollar el avión no tripulado SolarEagle (QinetiQ y el Centro de Conducción Eléctrica Avanzada de la británica Universidad de Newcastle se encargarán del armado), que tiene la ventaja de considerarse una tecnología ‘verde’ y también la capacidad de permanecer en el aire más tiempo, al no tener que reabastecerse de combustible. La estadounidense Lockheed Martin trabaja con Ocean Aero para fabricar submarinos con energía solar. Como la mayoría de las transnacionales, las empresas de armamento también tienen interés en promover sus esfuerzos de reducción del impacto ambiental, al menos según sus informes anuales. Dada la devastación ambiental que provocan los conflictos armados, ese lavado verde se vuelve surrealista en ocasiones. Un ejemplo se dio en 2013 cuando el Pentágono invirtió 5 millones de dólares para desarrollar balas sin plomo que, según las declaraciones de un portavoz del ejército de Estados Unidos, “pueden matarte o dispararle a un objetivo sin peligro para el ambiente”.
En segundo lugar, prevé más contratos debido a que los gobiernos refuerzan sus presupuestos en preparación para la inseguridad que provocará la crisis climática en el futuro. Esto impulsó la venta de armas, equipos de vigilancia y fronterizos, productos policiales y de seguridad nacional. La segunda conferencia sobre Energía, ambiente, defensa y seguridad (E2DS), celebrada en 2011 en Washington DC, se mostró exultante sobre la posible oportunidad comercial que ofrece la expansión del sector de la defensa a los mercados ambientales, afirmando que estos superaban ocho veces el tamaño del mercado de la defensa, y que “el sector aeroespacial, de defensa y de seguridad se prepara para abordar lo que parecería convertirse en su mercado adyacente más importante desde el fuerte surgimiento del negocio de la seguridad civil/interior hace casi una década”. Lockheed Martin, en su informe de sostenibilidad de 2018 anuncia esas oportunidades, y señala que “el sector privado también tiene un papel en la respuesta ante la inestabilidad geopolítica y los eventos que pueden amenazar las economías y las sociedades”.
Véase también: Castillo, J.M. (2016) Los negocios del cambio climático. Virus
Las perspectivas de seguridad nacional no tienen que ver exclusivamente con las amenazas externas, sino también con las internas, incluidas aquellas que amenazan los intereses económicos esenciales. Por ejemplo, la ley británica del Servicio de Seguridad (1989) encomienda expresamente al servicio de seguridad la función de “salvaguardar el bienestar económico” del país; la ley de Educación de Seguridad Nacional de Estados Unidos (1991) estipula de manera similar vínculos directos entre la seguridad nacional y el “bienestar económico de Estados Unidos”. Este proceso se aceleró tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando se consideró que la policía era la primera línea de la defensa de la patria.
Se ha interpretado que esto significa gestionar el descontento civil y la preparación para toda inestabilidad, marco en el cual el cambio climático es visto como un factor nuevo que impulsa una mayor financiación para los servicios de seguridad como la policía, las cárceles y los guardias fronterizos. Esto se engloba bajo el nuevo mantra de ‘gestión de crisis’ e ‘interoperabilidad’, que pretende una mejor integración de los organismos estatales dedicados a asuntos de seguridad –como orden público y ‘descontento social’ (la policía), ‘conciencia situacional’ (recopilación de información), resiliencia/preparación (planificación civil) y respuestas de emergencia (que incluye a las cuadrillas de emergencia y el antiterrorismo; la defensa química, biológica, radiológica y nuclear; la protección de infraestructura crítica, la planificación militar, etc.) – en estructuras nuevas de ‘mando y control’.
Esto se acompaña de una mayor militarización de las fuerzas de seguridad internas, lo que implica que la fuerza coercitiva apunta cada vez más hacia adentro, así como hacia afuera. En Estados Unidos, por ejemplo, el Departamento de Defensa transfirió más de 1.600 millones de dólares en equipamiento militar excedente a departamentos de todo el país desde el 11 de septiembre de 2001, mediante su programa 1033. El equipamiento incluye 1.114 vehículos blindados de protección resistentes a las minas (conocidos como MRAP). Las fuerzas policiales también compraron cantidades crecientes de equipos de vigilancia, incluidos aviones de vigilancia y tecnología de rastreo de teléfonos celulares.
La militarización se evidencia en las intervenciones policiales. Las redadas policiales en Estados Unidos por unidades de élite tipo SWAT pasaron de 3.000 al año en la década de 1980 a 80.000 solo en 2015, en su mayoría por registros de drogas y en forma desproporcionada contra minorías étnicas. En todo el mundo, como se analizó anteriormente, la policía y las empresas de seguridad privada suelen participar en la represión y el asesinato de activistas ambientales. Que la militarización apunte cada vez más a los activistas climáticos y ambientales, dedicados a frenar el cambio climático, subraya cómo las soluciones de seguridad no solo no abordan las causas subyacentes, sino que pueden profundizar la crisis climática.
Esta militarización también se filtra en las respuestas de emergencia. La financiación que el Departamento de Seguridad Interior destinó a la ‘preparación contra el terrorismo’ en 2020 permite que esos mismos fondos se utilicen para “una mejor preparación contra otros peligros no relacionados con actos de terrorismo”. El Programa Europeo para la Protección de Infraestructuras Críticas (EPCIP) también incluye su estrategia de protección de la infraestructura ante los impactos del cambio climático en un marco de ‘lucha contra el terrorismo’. Desde principios de la década de 2000, muchos países de renta alta adoptaron leyes con poderes de emergencia que podrían aplicarse en caso de catástrofes climáticas y que son de amplio alcance y con un control democrático limitado. La ley británica de Contingencias Civiles (2004), por ejemplo, define una “emergencia” como cualquier “evento o situación” que “amenaza con dañar gravemente al bienestar humano” o el “ambiente” de “un lugar en el Reino Unido”. La norma faculta a los ministros a presentar “disposiciones de emergencia” de alcance prácticamente ilimitado sin recurrir al Parlamento, lo que incluye autorizar al Estado la prohibición de reuniones, viajes y “otras actividades específicas”.
El lenguaje y el marco de la seguridad se han infiltrado en todos los ámbitos de la vida política, económica y social, en particular en relación con la gobernanza de recursos naturales clave, como el agua, los alimentos y la energía. Como sucede con la seguridad climática, el lenguaje de la seguridad de los recursos se emplea con distintos sentidos, pero tiene escollos similares. Lo impulsa la sensación de que el cambio climático aumentará la vulnerabilidad del acceso a estos recursos esenciales y que, por lo tanto, es primordial brindar ‘seguridad’.
No cabe duda de la existencia de pruebas sólidas que advierten que el cambio climático afectará el acceso a los alimentos y el agua. El informe especial del IPCC, El cambio climático y la tierra (2019), pronostica un crecimiento de hasta 183 millones de personas adicionales en riesgo de padecer hambre para 2050 como consecuencia del cambio climático. El Global Water Institute vaticina que la intensa escasez de agua podría desplazar a 700 millones de personas en el planeta para 2030. En gran medida esto sucederá en los países tropicales de renta baja, los más afectados por el cambio climático.
Sin embargo, cabe señalar que muchos actores destacados que advierten sobre la ‘inseguridad’ de los alimentos, el agua o la energía expresan lógicas nacionalistas, militaristas y corporativas similares a las que dominan los debates sobre la seguridad climática. Los defensores de la seguridad dan por supuesta la escasez y advierten de los peligros de la escasez nacional, con frecuencia promueven soluciones corporativas de mercado y, en ocasiones, defienden el uso de las fuerzas armadas para garantizar la seguridad. Sus soluciones para la inseguridad siguen una receta estándar, centrada en la maximización de la oferta: ampliar la producción, fomentar la inversión privada y utilizar tecnologías nuevas para superar los obstáculos. En el área de los alimentos, por ejemplo, esto condujo al surgimiento de la agricultura climáticamente inteligente dedicada a aumentar el rendimiento de los cultivos en un contexto de temperaturas cambiantes, siendo introducida por alianzas como AGRA, cuyas protagonistas son las grandes corporaciones agroindustriales. Con respecto al agua, impulsó la financiarización y privatización del agua, con la convicción de que el mercado está en mejor posición para gestionar la escasez y las alteraciones.
En el proceso, se ignoran las injusticias existentes en los sistemas de energía, alimentos y agua, en vez de aprender de ellas. La deficiencia actual en el acceso a los alimentos y el agua no responde tanto a la escasez sino a la forma en que estos sistemas, dominados por las empresas, priorizan las ganancias sobre el acceso. Esta situación permite el consumo excesivo, sistemas ecológicamente dañinos y cadenas de suministro mundial derrochadoras controladas por un pequeño puñado de empresas que atienden las necesidades de unos pocos y niegan el acceso a la mayoría. En estos tiempos de crisis climática, esta injusticia estructural no se resolverá con el aumento de la oferta, ya que eso solo agravará la injusticia. Solo cuatro empresas –ADM, Bunge, Cargill y Louis Dreyfus– controlan entre 75 % y 90 % del comercio mundial de cereales. Sin embargo, este sistema alimentario liderado por las empresas no solo no acabó con el hambre que afecta a 680 millones de personas, sino que es uno de los mayores contribuyentes a los GEI, responsable de entre 21 % y 37 % del total de las emisiones.
Los fracasos del concepto de seguridad que promueven las empresas hicieron que muchos movimientos ciudadanos reclamaran alimentos, agua y soberanía, democracia y justicia para abordar directamente los problemas de equidad que deben resolverse para garantizar la igualdad en el acceso a los recursos esenciales, particularmente en esta época de inestabilidad climática. Los movimientos por la soberanía alimentaria, por ejemplo, exigen el derecho de los pueblos a producir, distribuir y consumir alimentos inocuos, saludables y culturalmente apropiados de manera sostenible, dentro y cerca de su territorio; todas cuestiones que el término ‘seguridad alimentaria’ ignora y que en gran medida son la antítesis del afán de lucro de la agroindustria internacional.
Véase también:
Hands on the Land (2016), Enfriando el planeta: las comunidades de la línea del frente encabezan la lucha, Ámsterdam: Transnational Institute.
La deforestación en Brasil es causada por las exportaciones de la agricultura industrial. Crédito: Felipe Werneck – Ascom/Ibama (CC BY 2.0)
Por supuesto, muchas personas exigirán seguridad ya que refleja el deseo universal de cuidar y proteger las cosas que importan. Para la mayoría, seguridad significa tener un trabajo digno, un lugar para vivir, acceso a la atención médica y la educación, y sentirse a salvo. Por lo tanto, es fácil entender por qué los movimientos sociales se muestran reacios a dejar de lado la palabra ‘seguridad’, y en cambio buscan ampliar la definición para que incluya y priorice las amenazas reales del bienestar humano y ecológico. También es comprensible que, en este momento en el que casi no hay políticos que reaccionen ante la crisis climática con la seriedad que se merece, que los ambientalistas busquen otros marcos y aliados para conseguir las acciones necesarias. Sería indudablemente un gran avance si pudiéramos reemplazar la interpretación militarizada de la seguridad por un concepto de seguridad humana centrada en las personas.
Hay organizaciones que intentan hacerlo, como la iniciativa británica Rethinking Security y la Fundación Rosa Luxemburgo y su trabajo sobre perspectivas de una seguridad de izquierda. TNI también ha trabajado el tema, articulando una estrategia alternativa a la guerra contra el terrorismo. Sin embargo, es un terreno difícil dado el contexto de fuertes desequilibrios de poder imperante en el planeta. Por lo tanto, la confusión de significados en torno a la seguridad suele servirle a los intereses de los poderosos, y así la interpretación militarista y corporativa centrada en el Estado prevalece sobre otras, como la seguridad humana y ecológica. Como lo expresa el profesor de relaciones internacionales, Ole Waever, “al denominar un hecho determinado como un problema de seguridad, el ‘Estado’ puede adjudicarse un derecho especial, uno que, en última instancia, siempre será definido por el Estado y sus élites”.
O, como sostiene el académico contrario a la seguridad Mark Neocleous, “darle un tratamiento de seguridad a asuntos del poder social y político ejerce un efecto debilitador al permitir que el Estado absorba la acción genuinamente política en relación con los asuntos en cuestión, consolidando el poder de las formas existentes de dominación social y justificando el cortocircuito incluso de los más mínimos procedimientos democráticos liberales. En lugar de tratar los problemas como asuntos de seguridad, entonces, deberíamos buscar formas de politizarlos de maneras no referidas a la seguridad. Vale la pena recordar que uno de los sentidos de estar ‘seguro’ es ‘no poder escapar’: debemos evitar pensar en el poder del Estado y la propiedad privada mediante categorías que no nos permitan escapar de ellos”. En otras palabras, existe un fuerte argumento a favor de dejar los marcos de seguridad en el pasado y de adoptar estrategias que brinden soluciones justas y duraderas a la crisis climática.
Véase también: Neocleous, M. y Rigakos, G.S. eds., 2011. Anti-security. Red Quill Books.
Queda claro que, de no haber cambios, los impactos del cambio climático serán determinados por la misma dinámica que provocó la crisis climática en primer lugar: poder empresarial concentrado y su impunidad, fuerzas armadas excesivas, un Estado de seguridad cada vez más represivo, pobreza y desigualdad crecientes, formas debilitadas de la democracia e ideologías políticas que premian la codicia, el individualismo y el consumismo. Si continúan dominando la política, los impactos del cambio climático serán igualmente poco equitativos e injustos. Para brindar seguridad a todos en la actual crisis climática, y especialmente a los más vulnerables, sería prudente enfrentar esas fuerzas y no fortalecerlas. Es por eso que muchos movimientos sociales se refieren a la justicia climática y no a la seguridad climática, porque lo que se requiere es una transformación sistémica y no solo asegurar una realidad injusta para continuar en el futuro.
Sobre todo, la justicia exigiría un programa urgente e integral de reducción de emisiones de los países más ricos y contaminantes, similar al Nuevo Pacto Verde o al Pacto Ecosocial, que reconozca la deuda climática que tienen con los países y comunidades del Sur Global. Exigiría una importante redistribución de la riqueza en el plano nacional e internacional y la priorización de los más vulnerables ante los impactos del cambio climático. La miserable financiación climática que las naciones más ricas prometieron (y que aún no cumplieron) a los países de ingresos bajos y medios es completamente insuficiente para la tarea. Un primer buen paso hacia una respuesta más solidaria ante los impactos del cambio climático sería desviar parte de los 1,981 billones de dólares que el mundo gasta actualmente en las fuerzas armadas. De manera similar, un impuesto a las ganancias corporativas extraterritoriales recaudaría entre 200.000 millones y 600.000 millones de dólares al año para apoyar a las comunidades vulnerables más afectadas por el cambio climático.
Más allá de la redistribución, fundamentalmente tenemos que comenzar a atacar los puntos débiles del orden económico mundial que podrían vulnerar aun más a las comunidades durante el recrudecimiento de la inestabilidad climática. Michael Lewis y Pat Conaty sugieren siete características esenciales que hacen que una comunidad sea resiliente: diversidad, capital social, ecosistemas saludables, innovación, colaboración, sistemas estables de comunicación y modularidad (esto último significa un sistema donde si algo se rompe, el resto no sufre consecuencias). Otras investigaciones demuestran que las sociedades más equitativas también son mucho más resilientes en una crisis. Todo esto apunta a la necesidad de buscar transformaciones fundamentales de la actual economía globalizada.
La justicia climática requiere poner a quienes se ven más afectados por la inestabilidad climática en primera línea y en liderazgo de las soluciones. No se trata solo de lograr que las soluciones funcionen para ellos, dado que muchas comunidades marginadas ya tienen respuestas propias para la crisis que todos enfrentamos. Los movimientos campesinos, por ejemplo, con sus métodos agroecológicos, no solo están poniendo en práctica sistemas de producción de alimentos que revelaron ser más resistentes al cambio climático que la agroindustria, sino que también almacenan más carbono en el suelo y construyen las comunidades que pueden resistir en tiempos difíciles.
Esto exigirá la democratización de la toma de decisiones y el surgimiento de formas de soberanía nuevas que requerirán la reducción del poder y el control de las fuerzas armadas y las empresas, así como el aumento del poder y la rendición de cuentas de los ciudadanos y las comunidades.
Finalmente, la justicia climática exige una estrategia de resolución de conflictos mediante formas pacíficas y no violentas. Los planes de seguridad climática se nutren con los relatos de miedo y de un mundo de suma cero donde solo un determinado grupo puede sobrevivir. Dan por supuesto el conflicto. La justicia climática busca, en cambio, soluciones que nos permitan prosperar colectivamente, donde los conflictos se resuelvan de manera no violenta y los más vulnerables reciban protección.
Podemos contar con la esperanza de que, a lo largo de la historia, las catástrofes suelen demostrar lo mejor de las personas, creando minisociedades utópicas y efímeras, construidas precisamente sobre la solidaridad, la democracia y la rendición de cuentas que el neoliberalismo y el autoritarismo han despojado de los sistemas políticos contemporáneos. Así lo registró Rebecca Solnit en Paradise in Hell, donde examinó en profundidad cinco catástrofes de magnitud, desde el terremoto de San Francisco de 1906 hasta la inundación de Nueva Orleans de 2005. Solnit señala que, si bien estos eventos nunca son buenos en sí mismos, pueden “revelar de qué otra manera podría ser el mundo, revelan la fuerza de esa esperanza, esa generosidad y esa solidaridad. Revelan la ayuda mutua como un principio operativo por defecto y a la sociedad civil como algo que espera entre bastidores cuando está ausente del escenario”.
Vease tambien:
Tanuro, D. (2015) Cambio climático y alternativa ecosocialista. Editorial Sylone.
Camargo, J. y Martín-Sosa, S. (2019) Manual de lucha contra el cambio climático. Libros en Acción
N. Buxton y B. Hayes (Eds.), Cambio Climático S.A. Cómo el poder [corporativo y militar] está moldeando un mundo de privilegiados y desposeídos ante la crisis climática. FUHEM Ecosocial y TNI, Madrid/Ámsterdam, 2017.
Comunidades en la primea línea de lucha contra el cambio climático exigen soluciones de justicia climática.
Agradecimientos: Quisiéramos agradecer a Simon Dalby, Tamara Lorincz, Josephine Valeske, Niamh Ní Bhriain, Wendela de Vries, Nuria del Viso, Deborah Eade y Ben Hayes.
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