Ambiciones sin fronteras: una reflexión sobre John Berger

Yasmin Gunaratnam reflexiona sobre la solidaridad visceral de John Berger con el desconocido.

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Yasmin Gunaratnam

Hace poco descubrí que compartía algo inesperado con el escritor John Berger (1926-2017): Croydon. Este fue el lugar donde se establecieron mis padres cuando llegaron de Sri Lanka, a finales de los años sesenta, y donde la familia de Berger había vivido, aunque mucho antes. Sospecho que nuestras infancias en el municipio del sudeste de Londres ―apodado cariñosamente Asafaltopia (Concretopia en inglés) por John Grindrod― estaban separadas por algo más que el tiempo. Croydon brindó a Berger el viejo music hall, pero yo fui testigo de todo el abanico del racismo inglés (ventanas rotas, insultos desagradables y chistes malos), junto con la mezcla creativa y el tira y afloja de la convivencia multicultural.

Berger nunca investigó en profundidad estos aspectos de la vida. Agradezco a Franz Fanon, Audre Lorde, Angela Davis y Stuart Hall por encargarse de dicha tarea. Y sin embargo, la hospitalidad hacia los desconocidos y lo desconocido es uno de los hilos que recorren su extenso trabajo en el arte, sus novelas y poesía, los performances y los ensayos. Entrevistado por Geoff Dyer en 1984, habló de “una solidaridad visceral con las personas sin poder y desfavorecidas”.

En un tributo reciente de The Guardian a Berger, que murió el pasado 2 de enero, el novelista Ali Smith cuenta la historia del lanzamiento en 2015 en la Biblioteca Británica de Portraits, una recopilación de sus ensayos. Alguien le preguntó su opinión sobre el inmenso trasiego de pueblos a lo largo del planeta. “He estado pensando acerca de la responsabilidad del contador de historias de ser hospitalario”, respondió tras una de sus largas y conocidas pausas para reflexionar. Para Smith, lo que pareció una contestación evasiva resultó ser revolucionario. “El acto de la hospitalidad”, sugirió, “es antiguo y contemporáneo, y se encuentra en el centro de cada historia que contamos o escuchamos sobre nosotros mismos”, escribió Smith, refiriéndose a las palabras de Berger. “Si lo niegas, niegas todo valor humano.”

Esta llamada visceral en favor de las personas que se encuentran al margen de la sociedad, hacia las vidas ignoradas y vilipendiadas, es lo que me atrajo en primer lugar del trabajo de Berger, a pesar de nuestras muchas diferencias. Había también algo interesante en la tensión entre su vida privilegiada (blanco, educado en escuela privada, cortejado por los intelectuales de izquierdas) y sus esfuerzos repetidos por sacudírsela de encima. A los 16 años se marchó de su odiado internado en Oxford, rehuyendo asistir a la universidad. Pero las universidades de Oxford y Cambridge parecían perseguirlo, incluso cuando dejó Inglaterra para viajar por Europa en 1962, acomodándose con el tiempo a la vida de pueblo en los Alpes franceses, con el fin de entender mejor lo que impulsaba a los trabajadores agrícolas a emigrar.

El hombre cuya popularidad sufrió muchos altibajos en Inglaterra gozó en cambio de unos seguidores globales más constantes, como descubrí cuando edité dos recopilaciones suyas de ensayos y poesía para conmemorar su 90 cumpleaños en noviembre de 2016. Inmersa en sus escritos y en las historias que existían sobre él, comprendí de primera mano lo que quiso decir con la hospitalidad del contador de historias, esto es, cómo el lenguaje y la escritura pueden ofrecer un sentido de comunidad.

Un léxico radical

El uso del lenguaje de Berger se comenta a menudo. Independientemente del tema que tratara ―el arte, la medicina, la fotografía, la vida campesina, la emigración, los animales, los trenes, las prisiones―, siempre parecía retratarlo por primera vez. Era audaz, poético, sensual, categórico, sin miedo a ofender o inventarse algo. En Mural (2009), la traducción realizada junto con Rema Hammami del poema de Mahmoud Darwish, se le ocurrió una palabra nueva para describir la brutalidad de los asentamientos colonialistas de Israel: landswept, un lugar o lugares donde todo, tanto material como inmaterial, ha sido apartado, hurtado, arrastrado, derribado, inundado.

Tom Overton, editor y biógrafo de Berger, tiene una opinión apasionante de la calidad idiosincrática de su lenguaje. Más que un síntoma de bilingüismo, Overton cree que “una sensación de traducción llena con frecuencia su prosa a causa de su preocupación por comunicar la experiencia global. Tanto los éxitos como los fracasos de la poesía de Berger provienen de las inmensas ambiciones sin fronteras que tiene para el lenguaje en lo abstracto”.

Si el léxico de Berger ―hablado, escrito y gestual― resulta raro, es porque constituye una respuesta a la artificialidad de nuestros vocabularios políticos y existenciales. La idea de la falta de palabras y dichos para desmitificar las injusticias sociales y lo que identificó, a través de Jean-Paul Sartre, como ‘angustia’ se configuró por primera vez en su colaboración con el fotógrafo Jean Mohr sobre la vida de un médico rural inglés, John Sassall (Un hombre afortunado, 1967).

Ejercer la medicina como lo hizo Sassall en una comunidad empobrecida en el bosque de Dean era demoledor. La biografía íntima de Berger y las semificcionadas viñetas muestran la exposición a la que se sometía el médico día tras día: su interpretación de los silencios, su intento por tender puentes por los abismos de la experiencia, su tolerancia frente a las incertidumbres, su autoanálisis, las recetas sociales que dispensaba, los diagnósticos improvisados. Su negativa a distanciarse de la angustia de sus pacientes, a confundir la infelicidad, la soledad y la frustración con la enfermedad se hizo sentir con ataques depresivos (más tarde se suicidaría). En el corazón de esta labor, nos dice Berger, estaba la búsqueda del reconocimiento de un ser humano por otro. Otra faceta de la hospitalidad que veía en el arte y a la que aspiraba en su propio trabajo.

Romper las reglas

La escritura de Berger rompía reglas y convenciones. Había máximas de una sola frase y narrativas no lineales, difuminaba los géneros en un solo texto (poesía, estadísticas, imágenes y análisis político), se deslizaba entre diferentes temporalidades. “No habría escrito sobre la vida rural como lo hice sin Puerca Tierra ni sobre la emigración sin Un séptimo hombre, ni habría encontrado la manera de juntar fotografías y texto si no hubiera estudiado sus colaboraciones con Jean Mohr”, comentó el escritor Timothy O’Grady.

Yo tampoco. Un séptimo hombre documentó la vida de los trabajadores emigrados a la Alemania de los años setenta. Este trabajo, realizado con Jean Mohr, se financió con la mitad del dinero del premio Booker McConnell, otorgado a Berger por su novela G. en 1972. Compartió el resto del dinero con los Panteras Negras británicos, llamando la atención de esta manera sobre la historia de Booker McConnell, quien había especulado con el trabajo de esclavos en el Caribe.

Publicado por primera vez en 1975, el relato de historias escrito y visual de Un séptimo hombre analiza a fondo las tres trayectorias del viaje de campesino a migrante: Salida, Trabajo, Retorno. Es un libro onírico, una crónica en 3D de un sueño aplastado lentamente, cuya pulpa se derramaba hasta convertirse en una pesadilla febril. Me dio ideas y el valor necesario para experimentar y unir la observación etnográfica, la teoría, la filosofía, la poesía y las fotografías cuando escribí sobre el envejecimiento y la muerte de los migrantes en la Gran Bretaña de posguerra en Death and the Migrant.

Berger fue uno de entre el puñado de escritores contemporáneos que tomó el pulso a la ambivalencia de la pertenencia y a la sombría presencia del migrante frágil y moribundo del imaginario cultural. Jorge Luis Borges nos dijo que no quería morir en otro idioma y el filósofo Jacques Derrida y el sociólogo Abdelmalek Sayad escribieron sobre cómo el desconocido necesitado de cuidados lleva la hospitalidad de una comunidad al límite. En una parodia de doble filo sobre la negación del tardocapitalismo de la vulnerabilidad y la finitud, Berger dijo: “En cuanto a la economía de la metrópoli, los trabajadores migrantes son inmortales: inmortales porque son continuamente intercambiables. No nacen, no se crían, no envejecen, no se cansan, no mueren”.

Más de cuatro décadas después, la denegación de la cualidad humana para la persona migrante y refugiada marca una nueva era vergonzosa de la trivialización de la muerte. Más de 5000 personas refugiadas se ahogaron cruzando el mar Mediterráneo en 2016. En este lado del hemisferio, el Otro ―tanto de fuera como de dentro― se ha convertido en el receptáculo para la proyección y la descarga de todo tipo de sentimientos tóxicos y de miedo. Qué patetismo más devastador hay en el sencillo imperativo de los movimientos sociales estadounidenses que luchan contra la brutalidad policial y la violencia contra las personas negras: #BlackLivesMatter y #SayHerName.

La hospitalidad del contador de historias, o dicho de otro modo, cómo ser capaces de raspar la escoria del resentimiento o la indiferencia confeccionados por los medios de comunicación o la política y reconocernos como plenamente humanos, es algo que nos atañe a todos. Es nuestra responsabilidad buscar y trabajar en historias mejores, más completas y más complejas. Agradezco la compañía de John Berger a lo largo del camino.

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