El capitalismo digital es una mina, no una nube Explorando las bases extractivistas de la economía de datos

A través de las abstracciones de la "nube", las grandes empresas tecnológicas pretenden ocultar el agotamiento de la naturaleza y la explotación y vigilancia del trabajo que constituyen el núcleo de su proyecto de mercantilización de los datos.

Autores

Longread de

Maximilian Jung
illustration by Anđela Janković, commodification of our daily life

Illustration by Anđela Janković

El mayor centro de datos de la ciudad de Berlín (Alemania) se encuentra en un edificio anónimo y gris entre una oficina de pago de impuestos, dos negocios de venta de coches usados y un almacén de materiales en el barrio de Siemensstadt. Satisface su alta demanda energética a partir de la central térmica de carbón de Reuter West, que nutre de electricidad a más de un millón de hogares en Berlín, y que no está lejos del centro. Desde afuera, no se asemeja, ni mucho menos, a esa representación hipertecnológica de la nube como un espacio digital irreal y etéreo. Dentro del edificio, hay innumerables pilas de servidores, ronroneando y consumiendo grandes cantidades de agua y de electricidad de origen fósil para permitir la circulación de un flujo masivo de datos.

Parece improbable que este lugar, operado por la compañía japonesa de telecomunicaciones NTT, pudiera tener alguna conexión con la historia del barrio, que fue levantado por el gigante industrial Siemens para la producción y el alojamiento de sus trabajadores hace ya más de ciento veinte años. Y aun así, este edificio y la infraestructura que representa están detrás de las más ricas y poderosas compañías del mundo. Se trata de una manifestación de la explotación de las personas y del extractivismo que está devastando al planeta y que crecientemente intenta colonizar nuestras vidas y relaciones sociales en forma de datos.

A las grandes compañías tecnológicas, como Alphabet, Amazon, Apple, Microsoft o Meta, al igual que sus equivalentes chinas como Alibaba, Tencent y Weibo, les gusta decir que los datos son las nuevas materias primas que están ahí para extraerse. Una reserva que espera a ser descubierta por actores capaces de hacerlo, que aprovecharán todo su potencial para el beneficio de la humanidad. El último giro lingüístico del director de finanzas de Google, por ejemplo, ha sido el de abandonar la metáfora de los datos como el nuevo petróleo y emplear, en su lugar, la de la radiación solar, implicando que los datos son un recurso “recargable, inagotable (especialmente en comparación con el petróleo finito) y sin dueño, que puede ser recogido de modo sostenible” (Couldry y Mejias, 2019b).

Esta narrativa naturaliza y oculta las omnipresentes infraestructuras que se construyen para generar los datos, y la aspiración empresarial de transformar potencialmente toda experiencia humana e interacción social en datos a ser extraídos. Esto no solo violaría nuestra privacidad, dejándonos sin medios para un consentimiento aceptado, sino que –como los datos son siempre relacionales– nos obligaría a relaciones en las que participaríamos en la opresión de unos por otros (Viljoen, 2021).

Esta narrativa también esconde la existencia de los actores que se apropian, agregan y venden estos datos para obtener beneficio económico y, de este modo, las decisiones subyacentes sobre los datos que merece la pena recolectar, cómo se almacenan, etiquetan y analizan. Esto minimiza la violencia implícita en la extracción de los materiales usados para la transformación digital, así como la explotación que hace que funcione, en la propia minería metálica, el manufacturado de partes, mediante la brutalización y desposesión de recursos vitales para las comunidades, el vertido de residuos tóxicos en vertederos o la descarga del peor trabajo de moderación en trabajadores del click traumatizados. Y, en última instancia, despolitiza aquellas decisiones que dieron lugar a la economía digital y pretende robarnos los medios para imaginar futuros diferentes.

Llevado al mercado, pero no producido para la venta

Más que concebir los datos como un recurso, deberíamos entender este fenómeno como experiencias humanas y relaciones sociales que han sido convertidas en datos (datificadas) y, de este modo, transformadas en una mercancía, que se puede vender. Esto no ocurre de modo natural, sino que requiere una gran cantidad de intervención política y de violencia, y tiene graves consecuencias tanto para los individuos como para las sociedades. Retomemos las reflexiones de Karl Polanyi para guiar nuestras ideas sobre el proceso de mercantilización y sus consecuencias. En su clásico La Gran Transformación, describe la violencia histórica necesaria para asegurar que la tierra, el trabajo y el dinero se transformen en mercancías, así como para la creación de la sociedad de mercado como un sistema económico separado y autorregulado, dirigido y controlado por mecanismo de mercado. Esta lógica económica, sin embargo, colonizaría y dominaría pronto la lógica social.

La diferencia fundamental entre las mercancías ordinarias (como el petróleo o el maíz) y la tierra, el trabajo o el dinero es que el trabajo y el dinero son lo que Polanyi denomina mercancías ficticias, dado que son esenciales para la vida humana. Tratarlas como si fuesen mercancías ordinarias socaba las bases mismas de la producción de mercancías y es la causa de tres crisis interrelacionadas: la desintegración de las comunidades y la creciente presión sobre el trabajo de cuidados, el agotamiento de la naturaleza, y la financiarización de la economía, con su recurrente destrucción de los medios de vida en todo el mundo (Fraser, 2014).

Este desarrollo no hubiera sido posible sin procesos coloniales de apropiación, posesión, esclavización y extracción. Tales procesos fueron la base de la mercantilización del trabajo, la tierra y el dinero en Europa, y de la creación de la sociedad de mercado y su subsiguiente expansión (Bhambra, 2021). La expropiación violenta de la tierra en América fue la precursora de la privatización de los comunes. Sin la esclavitud, la racialización y la mercantilización de millones de personas negras, la mercantilización del trabajo es impensable (Ashiagbor, 2021). El trabajo esclavo en las plantaciones, el saqueo y las emergentes instituciones financieras íntimamente asociadas a la esclavitud fueron clave a la hora de proporcionar el capital para la industrialización y los procesos que Polanyi describe (Beckert y Rockman, 2016; Berry, 2017).

¿Cómo se mercantilizó el trabajo en Europa? Tomemos la descripción del trabajo de Polanyi. En esta argumenta que el trabajo es esencialmente otro nombre para una actividad que no se puede separar de la vida humana misma. Para mercantilizarlo, hubo que privatizar las tierras comunes, desposeer violentamente a la población campesina, abolir las formas incipientes y locales de generación de bienestar, y obligar a hombres, mujeres y niños a una migración para trabajar en las fábricas de los emergentes centros urbanos. Solo cuando sus medios de subsistencia fueron robados, solo cuando fueron forzados violentamente a hacerlo, solo entonces las personas vendieron su trabajo en un mercado nacional de cambio institucionalizado por un salario escaso. El trabajo había sido finalmente mercantilizado.

La innovación tecnológica, pagada con el capital que venía de las colonias, necesitó esta forma de organización del trabajo para funcionar. El trabajo de cuidados en este sistema –limpieza, alimentación, y cuidado de los mayores y de los niños– se convierte en una actividad apropiada por el capital, transformándose en la acción de reproducir la fuerza de trabajo más que en la de sostener y nutrir la vida humana (Fraser, 2014).

Desde entonces, la lógica del mercado se ha expandido tanto en el mismo territorio como en todas las áreas de la sociedad. Tal y como Polanyi escribía: “Una economía de mercado puede existir solo en una sociedad de mercado” (Polanyi, 1957, p. 54). Aunque nuestra comunicación con los amigos y la familia, compartiendo nuestros pensamientos y experiencias íntimas, nuestras funciones corporales, o lo que hacemos en nuestro día a día no se conciban como una fuente de datos, bajo el capitalismo digital se han convertido en una mercancía, transformada a través de los procesos de extracción, abstracción y agregación. Estos datos se pueden vender y acaban volviendo a nosotros en forma de anuncios personalizados.

Las tres crisis interrelacionadas de trabajo, tierra y dinero se unen en ese proceso de mercantilización de los datos que habitualmente entendemos como digitalización. Más que suponer un alivio, la digitalización profundiza el agotamiento de la naturaleza, a través de la extracción de materiales. Se construye con trabajo explotado, a la vez que aumenta la vigilancia de sobre los trabajadores y eleva su precariedad. Y esto hace posible la financiarización de la economía, lo cual, a la vez, la financia.

La gran transformación, la sociedad de mercado en el siglo XXI, está encaminada a capturar la vida humana misma y a mercantilizarla hasta el final. Este ensayo trata acerca de la historia de esa mercantilización, su relación con la crisis ecológica y las formas de salir de este proceso.

La generación de los datos y su mercantilización

La digitalización tiene una historia más larga de lo que habitualmente se conoce. Los primeros ordenadores –operados por mujeres– se usaron para gestionar el enorme volumen de datos que venían de los censos a principios del siglo XX. Los gobiernos querían conocer a sus ciudadanos y el entorno para gobernarlos. Los ciudadanos, cuyos datos habían sido recogidos, fueron convertidos por los burócratas en el término abstracto población, con atributos particulares que debían ser gestionados y administrados. Igualmente, los militares –ahora muy decisivos a la hora de configurar las tecnologías esenciales para capturar los datos– querían predecir el tiempo para la guerra o para el incremento los resultados de un sector agrícola en proceso de industrialización (Ensmenger, 2018).

Para comprender la mercantilización de los datos es crucial entender la historia de las tecnología de la información y la comunicación (TIC). Internet, y muchas otras tecnologías, desde los microprocesadores hasta los sistemas de geoposicionamiento global (GPS) o las pantallas táctiles que hacen inteligentes a nuestros teléfonos inteligentes, proceden de inversiones estatales e investigación del complejo militar-industrial de EEUU (y en menor extensión del de Reino Unido) (Mazzucato, 2013). El predecesor de internet, ARPANET, fue diseñado para cimentar la hegemonía estadounidense y anticipar las convulsiones sociales, externas e internas, que planteaba la feroz oposición del movimiento antiguerra.

Los esfuerzos por crear redes similares en la antigua Unión Soviética o en Chile muestran que había alternativas a este desarrollo, pero que esas redes fueron diseñadas y usadas para la planificación democrática o centralizada (Peters, 2016; Medina, 2011; Levine, 2018). Con el comienzo de las políticas neoliberales de los años ochenta y noventa, esta tecnología se comercializó a la vez que se construían muchas dotaciones e infraestructuras públicas, con el apogeo de este proceso durante la administración Clinton y la privatización y comercialización de internet. El mantra de la autorregulación significaba que las compañías podían dar forma a las políticas iniciales de internet a su gusto. Mientras continuaba la vigilancia estatal, las compañías tendrían libertad para dar forma a internet durante las próximas décadas.

Esta aproximación desregulatoria prevaleció hasta la primera década de los dos mil, momento en el que los políticos en Norteamérica y, especialmente Europa, frente a las poderosas compañías tecnológicas y las amenaza a sus democracias, decidieron intervenir para frenar los principales excesos.

Desde los años setenta, la industria financiera se desarrolló paralelamente a la industria de la información y la comunicación. La digitalización hace posible la financiarización, proporcionándole un amplio abanico de aplicaciones a cambio de capital riesgo (Staab, 2019). Durante los años noventa, por ejemplo, un volumen sin precedentes de capital fue bombeado a las compañías de internet que prometían grandes oportunidades de negocio. La crisis de las puntocom a principios de los años dos mil frustró esos sueños, pero aquellos otros basados en el desarrollo de la publicidad se mantuvieron. Su modelo se basaba en la recolección de datos orientados a hacer los anuncios destinados a los usuarios más relevantes, de tal modo que estos gastarían más.

De esta forma, la recolección de datos estuvo presente en el corazón de internet desde el inicio. Además de la vigilancia del Estado, nació la vigilancia privada –destinada al beneficio–, permitiendo la generación y almacenaje digital de la actividad del usuario en forma de datos (Crain, 2021). Mientras que el público es muy crítico con la vigilancia del Estado (de manera acertada), la vigilancia privada destinada al beneficio se escapa con frecuencia de dicho escrutinio, a pesar de la actual cooperación entre las grandes empresas tecnológicas y el complejo militar-industrial (Levine, 2018). La participación activa del usuario en su propia vigilancia se busca mediante todo tipo de medios posibles, incluyendo estrategias como convertirla en juegos o la de generar adicción. Tal y como señalaba Blayne Haggart, investigador en política digital de la Universidad de Brock en Canadá: “Hemos construido una economía y una sociedad dirigida por datos, en la cual la lista de lo que puede transformarse en datos y ser mercantilizado –pulsaciones, conversaciones, nuestras preferencias expresadas– está únicamente limitada por nuestra imaginación” (Haggart, 2018, s/p).

Control de la gestión de la nube

Palimpsestos de infraestructura

En la percepción popular, las innovaciones tecnológicas y los avances en informática son una historia de desmaterialización creciente –una historia que permite la creencia en la digitalización como la salvación ecológica. Tecnologías como la nube hacen de su ubicuidad o su desconexión del medio ambiente físico, una seña de identidad. La invisibilidad es una característica central de sistemas de infraestructuras a gran escala –se supone que no se ven. Descubrir estas historias nos ayudará a entender mejor cómo es posible la mercantilización de los datos, el coste ecológico de los mismos, y cómo estos se relacionan con el extractivismo y las relaciones coloniales.

Volviendo al período en el cual el telégrafo comenzó a unir a las metrópolis y sus colonias, particularmente a través de cables submarinos, se visibilizaba la naturaleza material de las redes de comunicación. Aunque persiste la desigualdad inherente a estas infraestructuras globales, el cambio experimentado en los actores involucrados en la financiación de los cables que yacen sobre el fondo oceánico muestra también las discontinuidades de aquellos que ostentan el poder sobre las comunicaciones globales y su infraestructura. Hace 120 años, estos cables eran financiados por imperios, que pensaban que esto les llevaría a una tutela más eficiente y a un sistema de dirección más inmediato en su tarea colonizadora, y se usaban recursos coloniales para construirlos.

Una ventaja importante de las compañías de cables británicas para controlar el mercado durante el siglo XIX fue su capacidad de aislar cables submarinos a través de la goma de gutapercha –látex natural–, similar al caucho, que procedía de las colonias de la península malaya. Los malayos compartieron con los oficiales coloniales británicos los conocimientos indígenas sobre su medio ambiente y esta particular savia del árbol y sus propiedades, y todo ello se transformó en algo imprescindible para el inicio de la historia de internet. Su extracción pronto se convirtió en un desastre ecológico. El primer cable transatlántico, colocado en 1857 entre el oeste de Irlanda y la zona de Terranova y Labrador, en Canadá, se aisló con 250 toneladas de goma de gutapercha, y sabemos que un árbol talado podía producir una media de 312 gramos de este material. Cuando los británicos impusieron la prohibición de tala en 1883, este árbol ya se había extinguido de muchas regiones de la actual Malasia. A principios del siglo XX, cerca de 200 mil millas náuticas (370 mil km) de cables cruzaban los fondos marinos, aislados mediante una cantidad de goma equivalente a unos 88 millones de árboles (Tully, 2009).

Hoy día, los antiguos países y personas colonizadas se tratan en primer lugar y principalmente como recursos que pueden ser aprovechados en lugar de considerarlos por sí mismos. Muchos cables de fibra óptica submarina todavía siguen las rutas establecidas durante la época colonial. Los grandes gigantes tecnológicos globales financian, construyen y controlan cada vez más nuevos cables. En 2012, Amazon, Google, Meta y Microsoft solamente eran dueños de un cable submarino de larga distancia. Para 2024, habrá más de 30. Este número incluye proyectos como el cable Equiano de Google que conectará toda la costa de África Occidental o el cable 2Africa de Meta que rodeará todo el continente y se ramificará hacia los estados del Golfo Pérsico, Paquistán y la India, dando servicio a 3.000 millones de personas con una capacidad todavía sin parangón. La construcción de sus propios cables da a las grandes compañías tecnológicas un control técnico y operativo sin precedentes –qué tráfico de datos va a dónde y a qué velocidad– y un acceso privilegiado a los datos y la posibilidad de dar servicio a 1.400 millones de potenciales usuarios de internet (Blum y Baraka, 2022).

Meta y Google se pueden permitir las grandes inversiones de capital necesarias para desplegar estos cables incluso sin tener que vender el ancho de banda, dado que los retornos de beneficio potenciales de un nuevo usuario son considerados como una amortización suficiente a su inversión. Nanjira Sambuli, un abogado de derechos digitales con sede en Nairobi, remarca:

Lo que es más interesante en la tecnopolítica es la carrera para conectar a los desconectados y retenerlos en una cierta plataforma […] puesto que todo tiene que ver con los datos. Cuántos datos puede obtener de una persona, de tal modo que pueda vender anuncios, para crear predicciones que los tengan enganchados a lo que ofrezco (Al Jazeera, 2019).

Kilómetros de cable submarino que poseen los principales proveedores de contenido

Extractivismo (de datos)

La naturaleza colonial de la economía digital se visibiliza mejor en los viejos y en los nuevos campos del extractivismo a lo largo y ancho del globo. El extractivismo se presenta en diversas formas: la fabricación de un creciente volumen de aparatos electrónicos y digitales se basa no solo en la explotación de tierras raras, otros metales y trabajo humano, sino también en la logística de su transporte impulsada por combustibles fósiles. Es más, su producción y desecho genera residuos, contaminación y toxicidad.

La minería a menudo es el sector más letal para los personas y para los defensores de los derechos de la naturaleza, con frecuencia pertenecientes a comunidades indígenas. Los informes de la asociación Global Witness señalan que 1.733 defensores de los derechos ambientales han sido asesinados en los últimos 10 años, con muchos más que nunca fueron contabilizados, tratando de defender sus tierras de la explotación. Tanto la transición verde como la digital están incrementando la naturaleza extractiva de la economía.

El metal del diablo

Gran parte de la atención pública acerca de los metales necesarios para la economía digital se ha preocupado por la minería del litio en Bolivia, el trabajo esclavo e infantil en la minería artesanal del cobalto en la República Democrática del Congo, o los conflictos geopolíticos alrededor de las tierras raras. El estaño se asocia habitualmente a las latas más que a los ordenadores, pero la mitad de la oferta mundial de esta sustancia la utiliza la industria electrónica; y el 30 % es extraído en las islas del estaño de Bangka y Belitung en la costa de Sumatra, donde la minería ilegal convierte ricos ecosistemas de bosque tropical húmedo en vertederos tóxicos. Desde que los holandeses colonizaron las islas en la década del setenta del siglo XIX, la administración colonial ha tratado de intensificar e industrializar las práctica mineras pre-existentes (Ross, 2014). La minería actual de baja tecnología, muy intensiva en trabajo y peligrosa ha destruido los ecosistemas costeros, que son la fuente de sustento de los pescadores locales, ha creado piscinas de agua estancada que son el nido de los vectores del dengue y la malaria, y se han convertido en una fuente de muerte para los mineros.1

Pequeños chips, grandes tóxicos

Incluso tras de la extracción del recurso, la producción con alta tecnología contamina y envenena a los trabajadores y sus comunidades. La producción de microchips, por ejemplo, que ha sido externalizada desde California o Nueva York a lugares más económicos y con una regulación más laxa y globalizada como Silicon Island (Taiwan) o Silicon Paddy (China), lo que implica un empleo intensivo de insumos químicos para extraer las menas. En 2002, para ensamblar un microchip se empleaba 630 más masa que la que tenía el peso final del producto en forma de insumos, en un proceso que suponía hasta 300 pasos de procesado. Esto requiere grandes cantidades de electricidad, agua y productos químicos. La compañía Taiwan Semiconductor Manufacturing Company (TSMC), por ejemplo, consume un 7,2 % de la electricidad de la isla de Taiwan, y en medio de las sequías causadas por la crisis climática, las instalaciones de TSMC consumen cerca de 63 mil millones de litros de agua cada año (Zhong y Chang Chien, 2021).

En la ciudad de Endicott, en el estado de Nueva York, miles de litros de disolventes cancerígenos como el tricloroetileno (TCE) y el percloretileno (PERC) acaban vertidos en el suelo, envenenando las aguas subterráneas y generando un incremento en las tasas de cáncer y enfermedades congénitas. Durante toda una serie de procedimientos legales emprendidos por unos 1.000 habitantes de Endicot, IBM tuvo que desclasificar el contenido de un archivo de mortalidad corporativa, en el cual había hecho el seguimiento de los datos demográficos y la causa de muerte de 33.730 antiguos empleados. Los datos mostraban el incremento de las tasas de cáncer de pecho, intestinal y respiratorio al menos desde 1969. IBM trató de extraer las aguas contaminadas, pero a la compañía le llevó 24 años y una orden del Departamento de Conservación Ambiental del Estado de Nueva York controlar la calidad del aire e instalar sistemas de mitigación en las casas y los edificios públicos. La contaminación en Endicott no es un caso aislado (Gaydos, 2019). El valle de Santa Clara, en California, con frecuencia conocido como Silicon Valley, tiene 23 lugares catalogados como sitios contaminados –con sustancias peligrosas– más que ningún otro condado de EE.UU. Y, dada la situación, no está claro que una limpieza eficaz de los suelos vaya a producirse alguna vez. Muchos más lugares afrontan problemas parecidos a lo largo y ancho de todo el mundo.

Enfriamiento de los servidores, calentamiento del agua y clima

El acceso al agua juega un papel decisivo no solo en la producción de semiconductores, sino también la localización geográfica de las grandes granjas de servidores, insaciables en su hambre de poder y agua para asegurar su funcionamiento y constante refrigeración. Las empresas frecuentemente se aseguran de llegar a buenos tratos con las administraciones municipales o estatales para satisfacer su sed de agua durante décadas. Los efectos de esto se hacen visibles cada vez con más frecuencia bajo situaciones de estrés hídrico inducidas por la sequía. Por ejemplo, el Centro de Datos de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) en Utah (uno de los estados más secos de EE.UU.), en el momento de su construcción el tercer mayor sistema de servidores del mundo, usa cerca de 6,5 millones de litros de agua al día, que se sustraen al uso de las comunidades y los hábitats locales. Inicialmente, la NSA incluso se negó a desclasificar este dato, aludiendo a “cuestiones de seguridad nacional”. Las protestas por esta situación no han tenido mucho éxito ya que la ciudad de Bluffdale ha garantizado a la NSA agua a precios bajos durante los próximos años (Hogan, 2015).

La efímera nube se localiza frecuentemente en áreas rurales como Utah o las colinas de Guizhou, y países fríos como Finlandia, Islandia, Irlanda o Suecia. La imaginación imperial y los anuncios empresariales presentan estas localizaciones como remotas o naturales, lo que oculta su impacto ambiental a la vez que la intervención política que facilita su construcción. Como de costumbre, la imagen abstracta y desmaterializada de la nube oculta lo contrario.

E-waste in Ghana

The Basel, Rotterdam and Stockholm Conventions/Flickr/(CC BY-NC-SA 2.0)

Desechos electrónicos en Ghana

Tierra desechable, personas desechables

Últimamente, los aparatos electrónicos y digitales, especialmente por su baja vida útil, acaban en vertederos. Cada año, el mundo desecha casi 50 millones de toneladas de residuos electrónicos. La gran mayoría de los que proceden del Norte Global acaban siendo exportados al resto del mundo, desde Norteamérica y Europa a Nigeria o Ghana, desde Japón y China, hasta Singapur o la India. La mayor parte de los residuos acaban en vertederos, donde los metales pesados, como el plomo, el mercurio, el cadmio y otras sustancias tóxicas se infiltran en el suelo y contaminan el agua subterránea y la cadena alimentaria. En estos lugares el reciclaje y la recogida tienen lugar en condiciones precarias a través de métodos perjudiciales y fuertemente tóxicos, incluidos el desmenuzado, la quema al aire libre y el baño electrónico en ácidos para la recolección de pequeños fragmentos de materiales preciosos que puedan ser vendidos. La exposición a humo tóxico es peligrosa para los trabajadores, con frecuencia niños, e inhibe el desarrollo del cerebro, el sistema nervioso y el sistema reproductivo. Muchas personas no alcanzan los treinta años y son víctimas de enfermedades, heridas no tratadas, enfermedades respiratorias o cáncer (Adjei, 2014).

Zygmunt Bauman dice que esta forma de colonialismo tóxico se caracteriza por la existencia de tierra y personas desechables (Bauman, 2004). Además, se extiende al mundo virtual. Los trabajadores del sector digital en las Islas Filipinas o la India tienen que afrontar contenido pornográfico, extremadamente violento o abusivo en su trabajo para los gigantes de las redes sociales. La visión una y otra vez de videos de suicidas, decapitaciones, masacres o abusos sexuales a niños causan un trauma severo y otros daños mentales, hasta el punto de que los mismos trabajadores tratan de suicidarse. A diferencia de los moderadores que se encuentran en los EE.UU., los trabajadores de la mayoría del mundo no disponen de una asistencia psicológica adecuada ni son compensados cuando llegan a obtener sentencias legales favorables en los EE.UU. La regulación legal exime con frecuencia a las grandes firmas tecnológicas de gran parte de sus responsabilidades respecto a sus empleados, dejando a esa otra reserva global de trabajadores en esos países y dejándoles claro que son intercambiables y desechables (Dwoskin, Whlen y Cabato, 2019; Elliott y Tekendra, 2020).

Capacidad de cable de internet

La extracción de datos

Solo cuando observamos el capitalismo (digital) a través de las lentes coloniales somos capaces de entender esos procesos de extracción y desposesión, así como la frontera contemporánea de la expansión capitalista. En el impulso por abrir nuevos mercados, generar nuevo crecimiento y aprovechar cada vez más lo que está afuera, el capitalismo se ha dirigido hacia el interior. Las compañías digitales que maximizan sus beneficios han penetrado en cada vez más capas de la vida humana englobando y colonizando tiempo y espacio privado previamente no mercantilizado (Couldry y Mejias, 2019a).

Volviendo a Polanyi, esta transformación tiene toda su lógica. Si mientras que, con la mercantilización de la tierra, el trabajo y el dinero, la economía de mercado naciente podría existir solo en una sociedad de mercado, la mercantilización de los datos también requiere su propia transformación social violenta y disruptiva hacia una sociedad datificada. Esta transformación se expresa mediante las distintas formas que se han discutido aquí.

s relevante aún, las relaciones sociales ya no están solamente incorporadas a un sistema económico, sino que “se transforman en sistema económico, […] la vida humana se convierte en la materia prima para el capital a través de los datos” (Polanyi, 1957, p. 117). La experiencia humana y las relaciones sociales se reducen a un insumo productivo y se transforman de modo que generan más datos, que pueden ser extraídos, abstraídos, agregados y vendidos.

Este es el fin último de las grandes tecnológicas: convertir todo en datos que finalmente generen un beneficio. Incluso si la violencia de la recolección misma de los datos no es tan evidente y grosera como lo fue durante el colonialismo histórico, la masa de datos capturados y mercantilizados, particularmente a través de su procesado automático y los algoritmos, tiene profundos efectos sobre las actuales formas de opresión racial, de género y de clase. Todo se justifica bajo la ideología de conocer el mundo a través de la objetividad de los datos.

El doble movimiento: gobernanza de datos emancipatorios y desmercantilización

Ninguna transformación a gran escala ni nuevo orden social o económico emergente ha estado libre de formas de contestación. Polanyi describe esto como un doble movimiento: las sociedades no esperaron sentadas a la mercantilización del trabajo, la tierra y el dinero. Las personas colonizadas resistieron contra la violencia colonial. La mercantilización del trabajo, la tierra y el dinero dio lugar a una reacción de creación de instituciones y reglas que protegían a la sociedad de los efectos de una mercantilización desenfrenada. Gran parte de esta regulación, como es el caso de la protección de los trabajadores o los estados de bienestar, están volviendo a ser atacadas por la mercantilización de la información y la transformación de la sociedad a través del colonialismo de los datos (Cohen, 2019). Igualmente, las comunidades que se encuentran en la línea de este frente, en la actualidad resisten diariamente a las empresas que tratan de destruir su medio ambiente y transformarlo en zonas sacrificables. Los políticos y activistas por los derechos digitales de todo el mundo luchan continuamente contra el poder de las grandes empresas tecnológicas. Que el futuro digital sea social, ecológico y justo significa afrontar la mercantilización de los datos, y también las crisis derivadas de la mercantilización del trabajo, la tierra y el dinero.

¿Cómo podemos encontrar formas de dirigir los datos y su infraestructura material de un modo más democrático? Una respuesta legal muy popular es el reforzamiento del derecho a la privacidad como, por ejemplo, en la Unión Europea con el Reglamento General de Protección de Datos (RGPD), o la prohibición de la recolección de datos y publicidad dirigida, con la Ley de Servicios y Mercados Digitales.

Sin embargo, concebir la mercantilización de los datos simplemente como un problema que afecta a los individuos frente a las empresas no es verdaderamente emancipatorio. Salomé Viljoen, profesora de la Facultad de Derecho de Michigan, propone reconceptualizar la gobernanza de los datos de un modo más democrático, de tal forma que se considere el conocimiento generado a nivel de población, porque, incluso si hubiera formas de retirar el consentimiento individual a la extracción de los datos por parte de empresas o estados, el conocimiento sobre aquel individuo podría seguir siendo inferido de los datos agregados recolectados a partir de personas categorizadas dentro del mismo grupo demográfico.

Ser conscientes de estas relaciones entre datos y entender la gobernanza de los datos de este modo abre la puerta a concebir los datos como un bien común o de utilidad pública. Los datos tendrían que ser recopilados y usados solo por instancias que tengan una legitimidad democrática previa y cuando beneficien a los ciudadanos. Esto permitiría construir un contrapoder y reducir drásticamente la extracción de datos (Viljoen, 2021). Esto permitiría un modelo de propiedad de los datos a través de fideicomisos públicos o propiedad común, formas que están emergiendo de abajo hacia arriba (Micheli et al., 2020). Los datos existentes y los datos que están siendo recolectados por parte de las empresas privadas deberían ser transferidos al dominio y las instituciones públicas, igual que cuando finalizan los derechos de propiedad intelectual antes de que se extingan completamente (Sadowski, Viljoen y Whittaker, 2021). Un fideicomiso como este actuando en nombre de las personas dueñas de los datos, si existe una cierta pluralidad, aseguraría el empoderamiento social frente a las poderosas empresas bajo el sistema actual.

Las aproximaciones al tratamiento de los datos como un bien común –que implica una contribución, acceso, uso y empoderamiento del ciudadano– se están implementando de modo exitoso en Barcelona (España), donde los funcionarios públicos subrayan la necesidad de transparencia, medición y confianza, y podría ser escalado (hacia arriba) a escala nacional a través de la propiedad común, instituciones públicas sujetas a vigilancia científica y fiscalización democrática que actúen independientemente de las instituciones judiciales o militares (Bria, 2018; Hind, 2019; Delacroix y Lawrence, 2019). Este empuje hacia regulaciones diferentes y creación de estructuras comunitarias para la participación en la gobernanza de los datos puede complementarse con “experiencias utópicas actuales” (“nowtopias”), espacios donde el futuro deseable esté siendo ya implementado, tales como proyectos subversivos de “comunes digitales” o a través de “una política contenciosa de activismo digital” (Beraldo y Milan, 2019).

El problema con la economía digital no reside exclusivamente en la capacidad de ciertas empresas poderosas de extraer información para su beneficio, sino más bien en la lógica colonial y extractiva sobre la cual descansa el capitalismo. Así pues, la respuesta de cualquier movimiento radical y transformador tiene que ser más amplia, más exhaustiva, y desafiar las relaciones de poder inherentes a la economía digital y al capitalismo en general, a la vez que representa también la pluralidad y la heterogeneidad de toda la realidad.

Esto requerirá luchas en áreas muy distintas. Los trabajadores de todo el mundo ya han expresado esta resistencia a través de huelgas, buscando y construyendo la solidaridad y el poder de la clase trabajadora a través de los sindicatos, pero también mediante un amplio abanico de estrategias (Piasna y Zwysten, 2022; Qadri y Raval, 2021). Desde esos movimientos de oposición emergen nuevos modelos de propiedad en la economía digital, tales como el de las plataformas cooperativas. Más que dar apoyo a estas florecientes cooperativas locales a pequeña escala, los legisladores deberían tratar de socializar las plataformas existentes (Kwet, 2022). Esto último también incluye a (la infraestructura de) internet, que tiene que ser orientada a servir como bien público y para el bien público en lugar de tener una columna vertebral financiada con publicidad.

Aunque estas propuestas no supondrían un fin inmediato del fenómeno de la mercantilización de la información, nos situarían en el camino hacia su desmercantilización. Esta desmercantilización tiene que realizarse junto con la reducción del consumo material de la economía (digital), una reorientación hacia la suficiencia en lugar de hacia la eficiencia. Las propuestas decrecentistas identifican acertadamente la imposibilidad de desacoplar la intensidad de recursos (y emisiones) del crecimiento de la economía y la necesidad de asegurar un bienestar global (Hickel y Kallis, 2019). Es necesario establecer objetivos vinculantes para reducir la extracción de recursos. Las comunidades indígenas y locales deberían tener una verdadera capacidad de participación en las consultas sobre los proyectos extractivos que les afectan.

Los partidarios de la desmercantilización de la información deberían buscar alianzas entre ellos y aprender de los grupos de justicia climática y ambiental que se encuentran a la cabeza de las luchas locales contra los proyectos extractivistas y por un modelo posextractivista que afronte la lógica colonial que requiere la economía digital y que está devorando el medio ambiente a lo largo y ancho del planeta, con el objetivo de llegar a un futuro solidario en el que sea posible la sostenibilidad de los ecosistemas globales.

Bibliografía

Adjei, Asare (19 de abril de 2014). Life in Sodom and Gomorrah: The world’s largest digital dump. The Guardian. https://www.theguardian.com/global-development-professionals-network/20…- ghana-largest-ewaste-dump

Al Jazeera [Al Jazeera English] (2019). Is Big Tech colonising the internet? | All Hail The Algorithm [Video]. YouTube. https://www.youtube.com/watch?v=_fC7acShZkg

Ashiagbor, Diamond (2021). Race and colonialism in the construction of labour markets and precarity. Industrial Law Journal, 50(4), 1–26. https://doi.org/10.1093/indlaw/dwab020

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