Democracia y poder: la democracia ha muerto. ¡Vivan las democracias! Introducción a Estado del poder 2016
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Construir una democracia real frente al poder empresarial y financiero exige repleanter el poder y la agencia, y explorar los enfoques cretivos, experimentales, emancipadores y de intercambio de conocimientos de los movimientos sociales.
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Democracia y poder: la democracia ha muerto ¡viva la democracia! (PDF, 107.9 KB)Tiempo medio de lectura: 15 min minutos*
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Democracy is dead, long live democracies - Introduction to State of Power 2016 (PDF, 129.59 KB)Tiempo medio de lectura: 15 minutes minutos*
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“¡Democracia real ya!”, la reivindicación de los indignados españoles cuando ocupaban las plazas de las ciudades de todo el Estado español es el lema que mejor puede servirnos para desafiar y escapar de la prisión de las actuales estructuras de poder. No era tanto una demanda como una invitación a la lucha en favor de la creación de democracias ejemplares y, simultáneamente, una exclamación demostrativa que apuntaba a lo que hacían al ocupar la plaza: experimentar con que la democracia real podía ser cosa del aquí y ahora.
“¡Democracia real ya!” expresa el deseo decidido de una generación de jóvenes europeos que encaran un mundo en el que les educaron para dar por sentado lo que pensaban que era democracia: una sociedad en la que la dictadura era historia, en la que el Apartheid era inaceptable y la igualdad política formal la norma; donde la democracia multipartidista y el mercado habían reemplazado a la economía dirigida por un solo partido, lo que conducía a lo que se asumía como democracia en la Europa central y del Este.1
La democracia política, según la imaginaban, supondría derechos humanos universales a un empleo a tiempo completo o, al menos, seguro, y vivienda y seguridad ante los problemas de salud y vejez. En su lugar, hacen frente a, y continuarán enfrentando, un futuro saturado de empleo precario y la certeza de la deuda, sin esperanza de una vivienda segura y un sombrío, y a veces siniestro, futuro de enfermedad para ellos o sus seres queridos. Y se encontraron en un sistema político en el que, de hecho, no tenían voz y en el que solo los ricos podían opinar, mientras que los intereses de los bancos y de los accionistas a la caza de ganancias rápidas predominan sobre los intereses de las mayorías.
Contra la tiranía financiera y corporativa
Varios de los ensayos de esta edición del informe sobre el Estado del poder 2016 analizan las formas del poder que han erosionado la democracia hasta producir ese futuro desesperanzador. Walden Bello muestra cómo los corrosivos procesos en marcha no son simplemente el resultado de las operaciones de los mercados financieros, como si de una dinámica automática desatada al desmantelar los regímenes regulatorios se tratara; ha sido, sobre todo, el resultado de la movilización consciente del poder político y financiero elitista que ha actuado para bloquear el castigo a los delitos de las corporaciones y las regulaciones a la industria financiera demandadas por la ciudadanía e inicialmente promovidas por los representantes electos, incluido Barack Obama.
En este sentido, el poder del capital financiero en los Estados Unidos y Europa es fundamentalmente el mismo, excepto que en la Unión Europea (UE), a falta de una institución democrática significativa —en efecto, “post-democrática” en su diseño original, como subraya Yanis Varoufakis en el Capítulo 1— los banqueros mafiosos (banksters) puede operar entre bastidores con mayor facilidad, influyendo en Gobiernos con poder estratégico en el continente y sin tener que hacer frente a ningún contrapoder democrático o proceso de rendición de cuentas.
Al analizar estas dinámicas, Bello, junto a Yanis Varoufakis (al hablar de sus negociaciones en nombre de una sociedad posicionada en el otro extremo de esta tiranía financiera), Harris Gleckman y Leigh Phillips se ciñen a las indicaciones de la escritora y presidenta del consejo del Transnational Institute (TNI), Susan George —que ha sido una fuente de inspiración y guía en la concepción del Estado del poder— cuando en Cómo muere la otra mitad del mundo (1974, editado en castellano en 1980) señaló:
“Estudia a los ricos y poderosos, no a los pobres y desempoderados… Dejemos que los pobres se estudien solos. Ellos ya saben lo que falla en sus vidas, y si de verdad quieres ayudarles lo mejor que puedes hacer es proporcionarles más información sobre cómo operan sus opresores y cómo pueden esperar que funcionen en el futuro”.
Estas palabras han guiado la enorme producción editorial de George, que desafía el sentido común sobre el poder y ayuda a inspirar y armar intelectualmente a aquellos que rehúsan aceptar que el poder de la élite es legítimo y que se organizan para combatirlo.
Varios de los ensayos en este volumen sobre el análisis de los poderosos inducen a concluir que las instituciones de la democracia representativa se muestran impotentes, o se las ha dejado impotentes, frente al capitalismo globalizado y financiarizado del siglo XXI. “Este modelo [basado en la soberanía parlamentaria] está acabado”, dice Varoufakis. En su conclusión, Bello deja planteada la pregunta de si el fallo de las instituciones de la democracia liberal a la hora de promover un movimiento de respuesta después de 2008 para regular y contener al capital financiero puede desencadenar nada menos que una reconfiguración fundamental de la relación de la sociedad con ese capital financiero y, de hecho, con el capital mismo. Los autores convergen en líneas generales en torno a una visión común sobre la necesidad de desarrollar formas de democracia más sólidas y efectivas. Algunos apuntan a cómo estas se están desarrollando desde una diversidad de expresiones de resistencia desde abajo, o muy cercanas a ellas (Kothari y Das, Postill, George y Gutiérrez). Varoufakis perfila la atractiva posibilidad de una alianza abierta, y no exclusivamente de partidos, de todos aquellos que quieran trabajar por una Europa verdaderamente democrática, más allá de su afiliación partidista.
El problema del contrapoder y el poder de los oprimidos
Susan George asume la resistencia por parte de los oprimidos y no plantea formas de contrapoder para desafiar a los poderosos. De hecho, se refiere a los pobres como “los desempoderados”, lo que es completamente comprensible en un texto de 1974, cuando existían las bases, al menos en Europa y en Norteamérica, para creer que la democracia parlamentaria era genuinamente capaz de conectar a la ciudadanía y sus agravios con el Gobierno, y que los líderes políticos eran más o menos receptivos a la protesta social. Además, se asumía ampliamente que la protesta popular podía convertir la resistencia en presión política, a veces a través de los partidos políticos en los que aún había auténtico debate y existían ciertos canales, limitados pero significativos, de influencia.2
En 2016 nos enfrentamos a una situación nueva, o podría decirse que un nuevo nivel de un proceso iniciado en las revueltas de 1968, a las que volveré en breve.
Cuando la democracia, a través del sistema de representación, falla persistentemente tenemos que volver en la teoría y en la práctica a lo más básico, al demos. Como insinúa Susan George, sí, el demos carece de poder estatal, kratos. Y como Varoufakis señala, la clase dirigente quiere que siga siendo así; en sus palabras, muestran “desprecio por la democracia”. Pero aunque las instituciones representativas han emanado principalmente de aquellos que ya tenían el poder estatal y principalmente se proponían limitar las invasiones del demos, no han podido evitar, pese a todo, las luchas por el derecho al voto y su dependencia del mismo. “Un hombre −luego una persona−, un voto” vino a sintetizar la democracia. El sufragio universal se entendió como las condiciones tanto necesarias como suficientes del poder popular.
Sin embargo, como han defendido los críticos de la democracia liberal —desde Tom Paine hasta Marx, pasando por C.B. Macpherson, C. Wright Mills y Ralph Miliband— existen grietas en las bases de la democracia liberal. Estas taras no son necesariamente terminales, pero en un contexto de capitalismo financiarizado produce otras fallas a todos los niveles.
El error es que en tanto en cuanto el objetivo de la democracia se aplique solo al poder político, entendido como separado del poder económico, el derecho universal al voto proporcionará solo una igualdad política formal, abstracta en una sociedad que es fundamentalmente desigual. Y cuanto más desigual es la sociedad, más vacía aparece la igualdad política formal y mayor el nivel de aversión a la política parlamentaria. La desigualdad económica ha alcanzado niveles récord en la pasada década. Al mismo tiempo, hemos visto con los Indignados, la Primavera Árabe y el movimiento Occupy, un estallido sin precedentes de experiencias militantes y nuevas formas participativas de democracia intencionalmente más radicales. Aunque estos experimentos no han dejado ningún modelo duradero, las experiencias de este rechazo masivo han llevado a cambios importantes, como es el nuevo partido político Podemos en el Estado español. Su autoconfianza colectiva ha sido contagiosa internacionalmente. Por ejemplo, la Campaña para la Independencia Radical en Escocia, en la que se buscaba el apoyo a un simple “sí”, tomó algunas de las ideas de estos ejemplos internacionales como oportunidad para repensar radicalmente las instituciones de la política económica escocesa.
Los límites a la democracia parlamentaria pueden entenderse mejor si recordamos el contexto histórico de las primeras luchas por el voto en el siglo XIX. En este periodo, y quizá de forma más notable en el Reino Unido, muchos hombres y mujeres sin propiedades y sus aliados lucharon por el voto, creyendo que en el corazón de la política parlamentaria estaría denunciar, desafiar y derrotar las relaciones económicas explotadoras y desiguales. Para los cartistas y para muchos y muchas sufragistas, el voto era el inicio de una nueva fase de esta convulsa lucha política y económica, no un punto de llegada o, mucho menos, un espacio político aislado en el que quedarse. La “representación” política significaba para ellos un medio de “hacer presentes” en el sistema político luchas por la igualdad social y económica.
La capacidad de la clase dirigente británica para contener estas dinámicas potenciales, a menudo con la complicidad tácita o expresa de los diputados del Partido Laborista y de los líderes de los sindicatos, es tan solo un ejemplo bien documentado de un fenómeno común a las democracias liberales en sus diferentes formatos. El resultado ha sido una versión estrecha de la representación en la que se trata a los ciudadanos como individuos en una forma totalmente abstracta en lugar de como un elemento de unas relaciones íntegramente sociales y crecientemente desiguales. Se trata de un proceso político que consecuentemente tiende a disfrazar, más que a mostrar, las desigualdades, o aún peor, a reinterpretar la desigualdad como culpa de aquellos con menos poder y el castigarles por ello; por lo general, protege más que desafía el poder económico privado.
En paralelo, con la invisibilización de las verdaderas relaciones del poder económico, los procesos de representación política también esconden la dependencia —especialmente, pero no solo— económica, de los poderosos de aquellos a los que explotan u oprimen. En su texto sobre la precariedad, Tom George subraya esta dependencia en la economía de servicios con el ejemplo del siempre disponible personal temporal de la agencia llamada Kelly Girl. Esto significa también, sin embargo, que los supuestamente desempoderados, bajo la superficie de su conformidad, disponen de verdaderas palancas de poder; en primer lugar, el poder de rehusar y protestar, pero potencialmente el poder de, como mínimo, desarrollar alternativas.
El poder de los “desempoderados”
En este contexto, la observación de Susan George cobra relevancia no solo por exponer las injusticias del poder de la élite y sus prácticas, sino también como punto de partida para identificar cómo desarrollar un contrapoder. En otras palabras, cuando los mecanismos/ instituciones heredados pero con fallos para obligar a los poderosos a rendir cuentas se han mostrado inútiles, ¿de qué fuentes de poder existentes o nuevas dispone la gente —quienes están al otro extremo de las acciones de los poderosos— como resultado de ser indispensables para los poderosos? Para responder a la pregunta necesitamos investigar exactamente cómo funciona el poder.
El analista político y exparlamentario británico Tony Benn pronunció estas palabras, que se hicieron famosas: “Hay cinco preguntas que hacer sobre los poderosos: ¿qué poder tienes?; ¿cómo lo obtuviste?; ¿en favor de quién lo ejerces?; ¿a quién rindes cuentas?; y ¿cómo podemos librarnos de ti?”.
A la luz de las limitaciones que presentan los poderes de las instituciones parlamentarias en las que Benn cree tan inquebrantablemente y cuya fortaleza estaba decidido a recuperar, hay dos preguntas más que plantean los ensayos de este informe: “¿Cómo tu poder (el de las élites) depende de nuestro consentimiento a (y reproducción de) ese poder?; ¿Cómo mantienes tu poder y cómo logras escabullirte de la consecuencias de lo que haces?”.
Las cuestiones que plantea Benn surgieron de su experiencia directa de gobierno en los años sesenta y setenta del siglo XX, lo que le dio oportunidad de aprender que la democracia representativa no era todo lo que prometía respecto a mantener al poder bajo control. Benn observó entonces cómo las fuentes del poder que no rinden cuentas a nadie más que a sus propios socios —banca, instituciones financieras, corporaciones multinacionales y magnates de los medios— estaban cultivando un poder creciente y cuestionable. Cuarenta años después asistimos al estrangulamiento de la democracia.
La búsqueda de nuevas fuentes de poder
Una posible respuesta es endurecer el compromiso de nuestros representantes y más significativamente internacionalizar la democracia representativa, como sugiere Leigh Phillips en su texto, pero resulta más accesible el mapeo de nuevas fuentes de poder (que incluye una revisión histórica de los experimentos). Los ensayos de Gutiérrez, Postill y George, junto al de Kothari y Das desde una perspectiva más histórica, constituyen ejemplos significativos de personas que han trabajado colectivamente para crear poder social, económico, cultural y también político, especialmente a nivel municipal y local.
Para entender la potencial significación de estas nuevas formas de poder, todavía no suficientemente reconocidas, hace falta incorporar dos fundamentos teóricos: el primero lo plantea Elaine Coburn en su crítica a la separación de lo económico y lo político, en la medida que proporciona legitimidad ideológica a la democracia liberal y separa los procedimientos políticos de las realidades materiales y las relaciones de poder económico de la ciudadanía.
El segundo fundamento analítico se refiere a la diferenciación entre diferentes formas de poder.
Dos formas de poder
Por una parte, hay “poder desde arriba”3 que también se puede describir como poder-como-dominación, que implica una asimetría entre aquellos con poder y aquellos sobre los que se ejerce el poder. Por otra parte, existe “poder para”, “poder para hacer o transformar”, o “poder-como-capacidad-transformadora”. Este es el poder que han descubierto los movimientos sociales a medida que iban más allá de la protesta a la propuesta de soluciones prácticas e innovadoras, desde los estudiantiles a los movimientos radicales de trabajadores, pasando por los movimientos feministas.
Frustrado por los desarrollos del “poder-como-dominación” que ejercen los partidos políticos de la izquierda tradicional, estos movimientos tomaron el poder en sus propias manos y descubrieron a través de la acción colectiva algunas habilidades para generar el cambio, desde las mujeres que buscan cambiar sus relaciones entre sí y con los hombres4 a los trabajadores que luchan por mejorar colectivamente sus condiciones de trabajo y ampliar el control sobre los fines del mismo,5 pasando por movimientos comunitarios que se oponen a los desahucios o a la especulación territorial y hacen campaña a favor de políticas alternativas de los usos del territorio para el bienestar de sus comunidades.
Coincido en que la diferencia entre los dos tipos de poder es central en la búsqueda de formas apropiadas de organización política democrática y transformadora, tal como ilustran los textos de Postill, Gutiérrez, George, Kothari y Das, en un contexto de extrema fragmentación, precariedad y dispersión de los trabajadores y trabajadoras, ya sea en el subcontinente indio o entre el precario “cibertariado”6 del Sur y más recientemente, del Norte. Esta búsqueda ha sido incentivada por los fracasos de los partidos tradicionales de izquierda para generar los cambios en los que habían creído sus seguidores y por los que habían trabajado.
Además, tiene lugar una búsqueda simultánea del orden imperante dominado por el mercado, de apropiarse e individualizar las aspiraciones emancipatorias de los movimientos sociales. Este intento de apropiación produjo una amplia ambivalencia entre los movimientos en los años sesenta y setenta del siglo XX −en torno a cuestiones desde género y sexualidad hasta educación y salud− entre la libertad personal a través de la libertad de elección en el mercado y el dinero, por una parte, y la autorrealización personal a través de la colaboración y la solidaridad para crear una buena vida para todos, por otra. Un ejemplo: el movimiento de liberación de la mujer, cuyo lenguaje ha sido plagiado sin ningún pudor por la publicidad para anunciar sujetadores, tampones, desodorantes y coches con imágenes y eslóganes que evocan la “liberación”, la “emancipación” y la “libertad”. La liberación de gays y lesbianas es tanto un mercado (como vemos con la celebración comercial de la libra rosa)7 como una cultura política e inspiración a la acción política (véase la calurosa acogida otorgada a Pride, la película que celebra el papel del movimiento de liberación homosexual en solidaridad con los mineros en huelga en 1984-85). La cuestión de cuáles son las condiciones para la realización personal a través de la reciprocidad en contraste con la basada en el dinero y el mercado capitalista es un tema que será recurrente a medida que las consecuencias socialmente destructoras de las políticas neoliberales se hacen más patentes.
Históricamente, los partidos socialdemócratas y comunistas se han constituido en torno a una visión benevolente del poder-como-dominación. Sus estrategias se han basado en ganar el poder para gobernar y utilizar entonces las palancas del aparato del Estado de forma paternalista para atender lo que identificaban como necesidades de la gente. Utilizo el término “paternalista” para subrayar las relaciones sociales insertas en el ejercicio benevolente de poder-como-dominación, que, como en el poder tradicional del padre sobre el hijo, asumen la falta de capacidad de la gente para gobernarse a sí misma.
La emergencia del poder-como-capacidad-transformadora tiene su origen contemporáneo en las rebeliones de finales de los años sesenta y setenta del siglo XX. Un tema central común de estas rebeliones fue desafiar todas las convenciones e instituciones basadas en la deferencia a la autoridad. En el otro extremo del rechazo de los movimientos a estas formas de autoridad era su amplia y sólida confianza en su propia capacidad colaborativa. Junto a su autoconfianza figuraba la inventiva de formas de organización que construirían esa capacidad.
Aun reconociendo el legado mixto y desigual de los sesenta y los setenta, la herencia más distintiva que nos han dejado estos movimientos, y que puede ayudarnos a entender el poder-como-capacidad-transformadora, era su énfasis en el valorar y compartir diferentes tipos de conocimiento: práctico y experimental al igual que teórico e histórico. Al negarse a venerar a la autoridad, rompieron el lazo tácito existente entre el conocimiento y la autoridad —las ideas que aquellos en el poder conocían mejor, incluyendo lo que era mejor para ti. El incierto proceso experimental de democratizar el conocimiento en la práctica ponía el acento, por lo general, en formas organizativas descentralizadas y en red, en las que se compartía y desarrollaba conocimiento de forma horizontal, alejándose de modelos que presuponían un liderazgo experto y un público más o menos ignorante.
Estos enfoques radicalmente democráticos del conocimiento sentaban las bases organizativas y culturales sobre las que se han apoyado los movimientos sociales desde entonces, desde el movimiento alterglobalizador de finales de los noventa hasta Occupy y los Indignados. El énfasis en compartir el conocimiento y la descentralización también ayudó a crear las condiciones la aparición de internet, surgida del movimiento de contracultura californiano de finales de los sesenta8 aunque reconocida por el genio de sir Tim Berners-Lee, en base a otro núcleo de investigación tecnológica ubicado en Ginebra y llevado él mismo por las aspiraciones de conocimiento compartido que estimularon las rebeliones de los años sesenta. Estos antecedentes crearon las condiciones para la receptividad y creatividad hacia las herramientas de tecnopolítica en el proceso de cambio de la organización política transformadora y la convergencia entre generaciones de activistas. Los ensayos de Gutiérrez y Postill subrayan la relevancia del uso de estas herramientas tecnopolíticas en confluencia con diferentes movimientos sociales y las tradiciones políticas emancipatorias.
Cambiar la naturaleza de la agencia política
Una cuestión que permeará los debates y los experimentos prácticos en el desarrollo de un contrapoder a lo largo de 2016 y posteriormente es en qué medida y bajo qué condiciones el poder-como-dominación (en síntesis, tener el control de las instituciones estatales, nacionales y municipales) puede ser un recurso o una fuente para facilitar el poder-como- capacidad-transformadora. Es decir, aunque hay una gran diferencia entre estos dos tipos de poder, no son necesariamente contrapuestos. El poder-como-dominación puede en teoría combinarse con, o ser recurso para, el poder-como capacidad-transformadora. Por ejemplo, un cambio en el equilibrio de poder en la sociedad —con frecuencia debido, al menos en parte, al ejercicio generalizado de capacidad transformadora— puede conducir a un control progresista del Estado o a cambios progresistas dentro de los partidos en el Gobierno que pueden a su vez llevar a algún tipo de apoyo gubernamental a un movimiento transformador.
Claros ejemplos de este tipo se dan en las repercusiones políticas del feminismo: en el Reino Unido, los cambios sociales y culturales generados por el amplio impacto del movimiento de liberación de las mujeres condujo a las leyes antidiscriminatoria y de igualdad salarial a finales de los setenta y también a iniciativas municipales para crear centros de mujeres, centros de acogida en casos de violación, la ampliación de la red de guarderías comunitarias y otros servicios públicos que responden a las necesidades de las mujeres. Estos logros políticos y los recursos tanto de legitimidad legal y de redistribución de recursos públicos a favor de las mujeres fortalecieron a su vez sus capacidades para generar otros cambios. En otras palabras, el apoyo político al ejercicio autónomo de la capacidad transformadora puede llevar a cambios sociales profundos de una naturaleza para la que los Gobiernos o ayuntamientos, por radicales que sean, no son capaces.9
El carácter de la agencia política es complejo y plural y su forma necesariamente varía de acuerdo con el contexto y el propósito: una campaña electoral entraña un tipo de organización democrática diferente al que requiere gestionar un centro de mujeres.
Históricamente, la visión dominante de la relación entre los movimientos sociales y los partidos políticos era que los partidos de izquierda deberían ser la voz de los movimientos cuyos objetivos comparten. Un ejemplo clásico en el Partido Verde, fundado en los setenta para dar voz política al creciente movimiento antinuclear y a la conciencia medioambiental. Desde entonces, experiencias de los movimientos como el feminismo y el sindicalismo, con un fuerte sentido de autonomía, y de partidos-movimiento, como el Partido de los Trabajadores en Brasil, el Congreso Nacional Africano (ANC) en Sudáfrica y Akbayan en Filipinas, lleva a reconocer que muchos de los cambios en los que estaban trabajando los movimientos sociales y el tipo de conocimiento, organización y planificación que necesitan son muy distintos de los que necesita un partido político implicado en la política electoral. Además, la experiencia ha demostrado que la organización y objetivos de los movimientos pueden fácilmente ponerse en peligro si se subordinan a los imperativos de los programas electorales y la disciplina de partido prima sobre una autonomía esencial.
Las organizaciones políticas, ya sean partidos políticos o movimientos políticos de nuevo cuño, están sirviendo de experimento y no asumen que constituyen, a través de sus aspiraciones electorales nacionales, la voz suprema de la política transformadora. Esas organizaciones tienden a considerar que su papel es canalizar los recursos del gobierno a través de diferentes tipos de agencia, cuya capacidad transformadora remite a sus raíces en la sociedad. No hay ejemplos de ello, solo experiencias locales emergentes como Barcelona en Comú y otras confluencias urbanas destacadas por Gutiérrez, o visiones de una alianza abierta de alcance transnacional bosquejada aquí por Varoufakis.
Dada su naturaleza, estos proyectos son escenario de numerosas tensiones. Por un lado, existen muy diferentes concepciones del conocimiento que sustentan nuestros sistemas políticos dominantes, y dominadores, y que han sido generados a través de la resistencia pragmática día a día de los movimientos sociales. La política, o más bien los partidos políticos, parecen tener una tendencia innata a cerrarse sobre sí mismos, quizá a la búsqueda de formas tradicionales de certeza y predictibilidad, y vinculado a ello un concepto de agencia controlador y monopolista. Las innovaciones de los nuevos movimientos (culturalmente arraigados en la ruptura de los sesenta del lazo histórico entre conocimiento y autoridad), potenciadas por el uso de las nuevas TIC, han constituido una fortaleza para manejar creativamente la incertidumbre y soltar el control sin perder la posibilidad de una capacidad de agencia colaborativa sobre la base de principios compartidos y un propósito ampliamente acordado. Estos ensayos pretenden servir como recurso intelectual para negociar esta incertidumbre con todas las facultades críticas, apertura, curiosidad y pluralismo que esto conlleva. En otras palabras, la democracia ha muerto. ¡Viva la democracia!
Notas
1. Poco ha trascendido, especialmente en Europa occidental y los Estados Unidos, del apoyo occidental a dictaduras donde estaban en juego los intereses occidentales, como Arabia Saudí; del Gobierno oligarca y autoritario como en Europa central y del Este, y de la violación de los derechos humanos como en China.
2. Panitch, L. y Leys, C. (2001). The End of Parliamentary Socialism. Verso. Londres. Véanse, por ejemplo, las luchas lideradas por Tony Benn para democratizar el Partido Laborista británico y el proceso equivalente en el Partido Socialista francés y el Partido Socialdemócrata alemán.
3. Bhaskar, R. (2008). Dialectic: The Pulse of Freedom. Routledge. Londres; Holloway, J. (2005). Changing the World Without Taking Power. Pluto Press. Londres; Rowlands J. (1997). Questioning Empowerment: Working with Woman in Honduras. Oxfam. Oxford.
4. Rowbotham, S. (1974). Women: Resistance and Revolution. Pelican. Londres.
5. Beynon, H. (1975). Working for Ford. Penguin. Londres; Wainwright, H. y Elliott, D. (1982). The Lucas Story, A New Trade Unionism in the Making. Alison and Busby. Londres.
6. Huws, U. (2014). “The Cybertariat Comes of Age; Labour in the Digital Economy”. Monthly Review Press. Nueva York.
7. Para una introducción al dinero rosa, véase: https://es.wikipedia.org/wiki/Dinero_rosa
8. Turner, F. (2006). From Counter-culture to Cyberculture. Chicago University Press. Chicago.
9. Este punto puede ilustrarse con un ejemplo: después de la aprobación de la Ley de Igualdad Salarial en 1970, muchas mujeres fueron a la huelga para forzar a sus empleadores a cumplir la ley, ejerciendo, por tanto, un poder interno —y una capacidad transformadora— de la que el Estado era incapaz a pesar de su poder legal. Igualmente, los Women’s Centres [Centros de Mujeres] y los Rape Crisis Centres [Centros de Acogida para casos de Violación] lo gestionaban o bien mujeres que habían sido víctimas de violencia machista o bien a través de los movimientos de mujeres que habían apoyado a las mujeres afectadas. Todo ello junto al papel de los movimientos de mujeres para visibilizar estos problemas de la esfera privada a la esfera pública y, con el tiempo, política constituye un proceso singular de un movimiento social que compartió el conocimiento y experiencia implícitos de mujeres que en circunstancias normales no hubieran presionado al Gobierno o no hubieran hecho peticiones a sus representantes políticos.